viernes, febrero 25, 2011

POEMA



El muchacho de cabellos negros y piel pálida,

con el don de escribir, con la inteligencia de un hombre de treinta años,

con esta actitud contagiosa de cumplir sus sueños,

con esa personalidad bohemia y aspecto desaliñado,

con esa entrega en sus escritos

que hace que mi mente por un momento se perturbe

y salga hacia donde esta él.






Alejandra Díaz.

domingo, febrero 20, 2011

PARIS



Sueño un día estando en París escribiendo algo o solamente contemplando esa ciudad que me hace soñar tanto, tantísimo.
Desde hace mucho tiempo había planeado este viaje. Desde hace mucho tiempo decidí dejar por unos días mi Perú querido y ver qué tal me iba en ese país que tanto afán tenía por saber cómo era, por caminar por sus calles, sus calles que inspiran, sí, la ciudad artista, la bella, la apasionada y llena de bohemia.
Los pasajes están en mis manos y los nervios en todo mi cuerpo. Dejo mi casa y a mi familia por segunda vez y quizá sea para siempre, espero.
Solamente una vez he salido del país donde nací para que otro me acoja y en poco tiempo me haga parte de él, por el cariño, por la libertad que no conocía (y se me hizo bien difícil acostumbrarme a ella por lo que creo que nunca llegué a acostumbrarme del todo) y otras cosas que tengo guardadas en el libro de mis buenos recuerdos.
El día había amanecido amarillo, amarillo con un rojito calentón, con un sol jodido que no contemplaba a nadie y quería ver a todos echándose agua en la cabeza cada cinco minutos. Mi mamá entró a mi cuarto a las siete y cuando me hizo abrir los ojos gracias a un vaso con agua más que helada pensé que eran las diez u once de la mañana. La noté ansiosa, con ganas, esperanzada, firme, triste. “¿Tus maletas ya están listas?, me preguntó; “sí, ya están listas debajo de mi cama”, respondí. No veía nada, el sol me impedía abrir bien los ojos.
Diez de la mañana. Desayunamos raudamente. Las maletas estaban en la puerta, listas. Mi mamá estaba chequeando que todo estuviera bien, que nada faltase y chequeó la hora exacta del vuelo: “Apúrate, que despegamos en una hora y media”.
Estábamos nerviosos, impacientes. Entré al aeropuerto comiendo galletas, siempre hago eso, ya se me hizo costumbre, cuando voy a viajar y cuando voy a recoger a alguien que llega. Subí al avión tranquilo, atrás de mi mamá que me hablaba no sé qué cosas, en realidad no estaba tan tranquilo, en realidad quería ya pisar tierras europeas nuevamente y más donde íbamos a vivir dos semanas, como lo habíamos planeado.
Mi mamá y sus pastillas. Yo y el reggae en mis oídos, luego rap, trova y Sabina y Calamaro. Tan linda se veía Lima desde arriba, claro, arriba de las nubes con formas de todo, pomposas, como hechas de algodón, y después de unos minutos, negras, feas, llenas de agua y listas para mojar a los pobres peruanos un sábado de febrero. “Qué clima para más loco”, escuché. Volteé a mirar a mi mamá pero ella ya estaba durmiendo y agradeciendo a las santas pastillas en sus sueños. Pedí un vaso de coca-cola a la aeromoza y me puse los audífonos del asiento para ver (y escuchar pero para mí solo) Narnia (cabe decir que me terminé aburriendo de tanta fantasía y me quedé privado en esos asientos que busco y busco por todo Lima para dormir como aquella vez).
Después de trece, catorce o quince horas se manifestó el capitán de vuelo avisándonos que faltaban pocos minutos para aterrizar. Por la ventanilla del avión amé la torre, enorme, visitada, amada. El cielo azul, hermoso, potente. Desperté a mi mamá: ¿ya llegamos?, me dijo; “ya vamos a aterrizar”, le dije. Se incorporó rápidamente y mirando por la ventanilla dijo: “Qué bonita está Europa, hace tiempo que no la veía tan de cerca”. La noté feliz, como nunca.
Bajando del avión con una mochilita donde siempre llevo lápices y un cuaderno en blanco, pienso, contemplo el cielo y el enorme avión. No me había percatado nada de eso antes de despegar, estaba impaciente, como ahora, pero con la diferencia que ya estoy acá, que ya piso el suelo que desde hace mucho tiempo había planeado pisar. Estaría unos días (que luego se convirtieron en años y unos buenos años, amados y bien recordados con un pisco y unos puchitos) en tierras europeas.
Bajando del avión prometí escribir un libro sobre mis días en esa ciudad. Porque caminar por las calles, solo, con la luna de testigo, era algo indescriptible, maravilloso. Y de regreso a casa, después de tomar una botella de champagne con unos amigos que había conocido, alcohólicos, locos, me sentaba en el sillón que estaba más cerca a la ventana y empezaba a escribir un poema que lo tengo pegado en el cuaderno de siempre y que lo veo siempre y que, siempre –valgan siempre las redundancias-, me hacen recordar aquellos dos años y ocho meses que viví en París, que lloré en París, que soñé en París.

lunes, febrero 14, 2011

HORMIGUEO CABRON

Llegué de estudiar muy cansado (en realidad no sé de qué me canso si no hago mucho). Entré a mi cuarto, me quité el polo por el sofocante calor que sentía y tiré la mochila en algún rincón cerca a la cama. Prendí el televisor y puse el canal 2, Amor amor amor; quería ver, conocer y saber cómo no se hace comunicación audiovisual, claro, si tienes un poco de principios pero si quieres rating, el mejor ejemplo de todos. Me divertía mucho viendo las estupideces que hacían allí y me eché a pensar que estoy estudiando comunicaciones y ¿para hacer esto?, me quedé un momento pensando en qué podía hacer para que esto cambiara, para que de una buena vez la televisión peruana cambiara su rumbo pero… Y así pasó una hora, complementada de carcajadas por la caderona y los gemelos en acción, amariconados, mofados y figuras del programa.


Era hora de almorzar. Lunes, sinónimo de menestras, raras veces mi abuelita cambia de decisión y cocina otra comida que no sea lentejas, pallares o frijoles. Esta vez fueron las lentejas las protagonistas. Era la una y treinta minutos y mi estómago ya no podía más y las lentejas pagaron pato. Pero estas no podían estar solitas con arroz solamente, abrí la refri y eché el quetchup y otro salsa que no sé cómo se llamaba pero que tenía limón y otras especias raras pero ricas. Entonces fue un rico plato de lentejas y un vasito de chichita heladita lo que acompañaron las cagadas de risa por toñizonte y todos los maricones de ese programilla que me alegran el solitario pero ilusionado día de San Valentín.


Y pasaron cuarenta y cinco minutos, o más o menos y las lentejitas ya no entraban pero estaban ricas. No pude terminar y puse el plato a mi costado en la cama y me recosté en la almohada que amo porque gracias a ella, cuando veo televisión, no me duele nada como antes me pasaba y mi cuello sufría.


Me quedé dormido. La siesta se alargó tres horas. Despertaba cada media hora a ver el reloj y como veía que era temprano y tenía mucho sueño, pues “un ratito más, un ratito más” y me echaba de nuevo al costado del plato con lentejas y el televisor prendido dando una telenovela mejicana, llorona, asquerosa pero infaltable. Mi tío entró al cuarto no sé a qué hora y apagó el televisor, sólo moví la cabeza para verlo y decirle gracias pero no alcancé, hasta me había cerrado la puerta, le di gracias en mi mente. Cinco de la tarde y una llamada me esperaba. Mi tío, mi despertador, volvió a entrar a mi cuarto para avisarme que mi papá estaba por el teléfono. Contesté, no sé qué me decía, no sé qué le respondía y de pronto, como dopado, empecé a decirle “chau papá, chau papá, chaaauuu papá” hasta que entendió que me cagaba de sueño y sólo atinó a agregar, “ya entiendo, tienes sueño y te desperté. Chau hijo, te quiero”. Tristemente colgué el teléfono pero feliz corrí a mi cuarto para volver a echarme y dormir los quince minutos que me quedaban libres, tranquilos. Entré al cuarto raudamente, zigzagueando los cuadernos, polos sucios y unas cuantas botellas con poco alcohol que aún quedan de año nuevo, hasta que llegué a mi cama. Y al recostarme nuevamente en esa rica almohada, volteé a ver el plato con lentejitas y un conjunto de hormigas estaban allí, tragándose mis sobras, llevando de poquito en poquito a los suyos y jodiéndome el sueño que, desde ese momento, se había transformado en una asquerosidad total, un asombroso instante, un espantoso hormigueo que nunca cesaba y que se extendió por todo mi cuerpo; y yo, amariconado por cualquier hormiguita que se acercase y que veía en todo (hasta en mí mismo), levanté el plato de la cama y empecé a caminar de puntitas y a pasos largos, como saltando, llevando el plato con lentejas, arroz y hormigas a la cocina. Dejé que el chorro de agua inundará el plato con comida, mi mamá me decía que por esa gracia se iba a obstruir la tubería pero no me importaba eso ni nada que me dijera en ese momento, sólo quería ver, con un poco de pena, que murieran todas esas cochinaditas que me cagaron el sueño, el catorce de febrero y la admiración que les tenía.


Ahora sigo con ese maldito hormigueo y escribo mirando siempre a mi cama porque pienso que debajo de ella vive una hormiga enorme, con ojos saltones y botando baba y que cuando esté durmiendo plácidamente tratando de olvidar la tarde, saldrá y me vomitará el plato de lentejas que dejé y no terminé de comer. Creo que los mariconcitos del canal 2, mientas yo dormía alegre, entraron a mi cuarto y pusieron en el plato todas esas hormigas, no sé, ¡mierda! una hormiga más.


Qué miedo. Qué veo por la puerta. Creo que no podré dormir hoy.


miércoles, febrero 09, 2011

NO LLORES MAS (o triste realidad)


Felipe tiene diecinueve. Estudia comunicaciones en una universidad nacional, bajetona, sin prestigio, pero que ahí va. Felipe sufre cada mañana para levantarse de la cama. Es dormilón, flojo, paciente, tolerante pero a veces no. En la universidad le enseñan profesores que ni sus nombres conoce pero destaca siempre a Riofrío, el de lengua, que por diez luquitas lo aprueba fácil y con dieciseís siempre, para no levantar sospechas; también recuerda a Cárdenas, el de fundamentos, el loco, incansable, jodido. A ese ni chis, a ese nada de nada, las tres horas sentado, escribiendo, mirando al frente y respondiendo a sus interrogantes rebuscadas que sin titubear y sin pasar más de tres segundos tienes que estar contestando con un sí, no y por qué, así de simple y eficaz, porque de lo contrario, “nos vemos en el final, muchachito loco”, como dice él, combinando sonrisas e ironías.
Felipe siente que la vida es fea, horrible, trágica. Unas semanas atrás no hubiese pensado así. Estar en su casa, compartiendo con los suyos, ya no es lo mismo, si no hay gritos o sacadas en cara no es una día común. “Ya no debo de vivir acá, creo que debería vivir con mi papá”, piensa y de pronto una lágrima cae, él corre al baño, se lava la cara y vuelve a salir, tiene que hacerse el fuerte, nadie lo puede ver llorar, nadie. En las tardes, cuando llega de estudiar, todo es un martirio para él. Le basta cruzar la puerta para que todo empiece, su mamá y su clásica “limpia la sala, el baño y la escalera” y después de unas horas cuando todo está tranquilo, “carajo, lo único que saber hacer es dormir, escribir y dormir, yo no quiero un hijo vago, no”, pero a él ya no le causa el mismo dolor de antes y simplemente hace que le presta toda la atención del mundo pero no, él sigue soñando y viviendo a su manera y sin excesos ni marginaciones. Su tío y mamá pelean siempre y lo que es peor, es que los motivos casi siempre son por dinero. A Felipe no le interesa mucho su propia economía, claro que quiere tener sus cositas pero de ahí a pelear por unos cuantos soles, no. A él le duele que su familia se distancie por esos motivos, “¿que acaso no se dan cuenta las estupideces que dicen y hacen por esa cojudez?”, piensa enfurecido, dolido.
El chico sólo llora, llora mucho, bota todo lo que carga consigo, y las noches y su computador y una luna hermosa son sus mejores aliados. Él quiere decirle a su mamá, a su tío y a todos, que se den cuenta ya no son familia, que ya no parecen una, que parecen diez desconocidos en una casa que sólo buscan el bienestar propio. Y sigue (seguirá, quizás) llorando. Algunas veces trata de buscar soluciones, de arreglar los problemas pero nadie ayuda, todos están a la defensiva, todos tiran para sí mismos y nadie cede, nadie quiere escuchar, nadie, nadie quiere abrir un ratito su corazón y sentir algo bonito, sentir paz, tranquilidad, amor, porque no y no y no, ni uno ni otro, pues parece que les gusta vivir así, sin pensar en el otro, sin pensar que son hermanos, hijos, padres, sangre.
Felipe recuerda su infancia, en Ica, con sus papás, abuelitos, tío y una perrita, Mimí, una cocker maravillosa, tierna y juguetona que extraña tanto, así como extraña también aquella familia, bueno, la que veía y sentía (porque los problemas siempre están pero nunca los percibía o nunca se hicieron notorios, como debe de ser), aquella familia que se apoyaba, que se quería, que pensaba siempre en el otro. “Ahora todo es distinto, por qué, por qué será así”, dice una noche al dirigir su mirada a la luna que bellísima posaba, cuando de repente empieza a llorar y a gritarle al mundo el porqué de su pena, de su lamento y sin parar de llorar agarra un papel en blanco que encontró en su escritorio y un lápiz y empezó a escribir todo lo que sentía, todo lo que salía en ese momento hasta que se quedó dormido. Al día siguiente, con los ojos rojos, despertó tirado en el piso, al costado de la ventana que abierta de par en par daba señales que iba a ser un día radiante, y al levantarse, el papel completamente escrito estaba ahí con el lápiz encima, llorando también, seguro, lleno de nostalgia, de recuerdos, de anhelos, de odios, de llantos desconsolados, comprensibles.
Ahora Felipe se refugia en la literatura, en los poemas que escribe acompañado de un pisco puro. Escribe de los momentos que vive, llora y escribe, chupa y escribe, pues así es como lo quiere él. Encontró su vocación hace dos años, una noche negra, negrísima, una noche en la que sabía que nadie estaba ahí para darle apoyo y entonces encontró una pluma que recogió del tacho de basura y una hoja cuadriculada que arrancó de un cuaderno viejo que lo hizo recordar sus momentos de escolar (de secundaria, colegio San Sebastián, con amor y unos maravillosos momentos en su corazón) y empezó a plasmar todo, todo y sin censuras y así era siempre, cada noche, cada tarde, cada mañana y hasta se podía quedar despierto toda la madrugada escribiendo hasta que se convirtió en su gran amor y su gran apoyo. La literatura y él no se separarán, porque mediante las letras él vive, él sueña, aunque existan personas (su madre y quizá algunas más) que no crean en él, que nunca le digan “vamos, tú puedes, yo sé que puedes, tienes mi apoyo”. El sigue adelante, mira para adelante.
“Ahora, nada esperaré, ahora yo voy a buscar y conseguir todo lo que quiero, yo iré, no esperaré a que vengan”, dice una mañana, apenado, entre sollozos, pues hace dos semanas que se fue de su casa para vivir con su padre. Todas las mañanas él llama y su tío le cuenta que su madre siempre pregunta por él y cuando el chico le pregunta sobre los problemas por los cuales se fue su tío cambia de conversación, dándole a entender que nada ha cambiado, todo sigue igual, cagado. Felipe sabe que su mamá se dará cuenta algún día lo que está haciendo, lo que está causando, porque sin saber o no, está destrozando su familia.