miércoles, agosto 31, 2011

EL BARRIO


Los Tulipanes.

Las tardes cuando salimos con una pelota y nos vamos a la cancha.

La tienda de todos, la que nos salva del hambre, Marcial.

Las chicas que se mudan a la vuelta y que están para darles vuelta.

Para no olvidarme, la bolsa de chizitos que Marcial tiene en su estante rojo desde hace treinta años, empolvada y con arañas.

Los chicos, con voz de mujer y escotes y pantalones apretaditos, que se juntan para tomar güisqui etiqueta roja ya no ya todas las noches en el 28.

Mis amigas que por feisbuc dicen que soy hermoso y escribo bonito, pero que en la vida real pasan por mi lado escondiendo la cara.

Los Sicarios. Los Fríos. Los lanzas. Las motos toneras con luces de neón que me vuelven loco con la misma canción, siempre.

Pedro Silva, la mía.

La caseta verde donde Julio entra todas las noches y nos cuida, fuma y cuida, fuma y duerme y ya no cuida.

Julio. Brocha. Viejo. Duque. Una cajetilla de veinte por dos lucas, por favor.

La Charapa que se muere por el chisme mañanero y el despertar que se siente cohibido.

La Charapa y la Abuelita de Piolín, el dúo magnífico, y Julio, que también pone la oreja algunas tardes frías, con un Elephant entre los dedos.

Los Martínez y su parque de juegos que parece casa familiar.

El Guagua. Pichi. Y esos proles que la sudan y que comen solos, viven rudos.

El Villalobos.

El Valle Azul, bueno, sólo una vez y ¿qué ves?, carajo, una chola tetona cagando, perdón.

El boulevard de ahora, sin nadie, que ya no debería llamarse boulevard, no parece un boulevard. El boulevard de antes, de viernes y sábado, gentes y gritos y putas y drogas y ¡putamadre, qué bulla!

Los muros libres y altos que no existen pero que viven en nuestros corazones, y que nacen al apretar un poco el aerosol.

El 513 y la pinta de Los Sicarios.

Pedro Miotta y el ron que me mató en un año nuevo que no recuerdo con exactitud en estos momentos, porque otro ron me está matando y uno de piernas también.

Los dos mercaditos que me hacen la vida más simple, caminas poco, gastas poco, y encuentras todo en un solo stand.

El paradero de las motos discotequeras.

La pista por donde camino con cuidado, para que ninguna discoteca rodante me cague la pata y otra extremidad más, porque ya me cagaron las orejas y la cabeza.

Las calles de la Zona B, todas, por donde alguna noche sociable, solitaria, pasé, algunas mañanas difíciles, con resaca, algunas tardes cuando el sol reinaba, cansando de jugar a la pelota, cuando pasé, de testigo ahí deben quedar las colillas de mis Pall Mall.

Paul. Guicho. El Negro. El Gordo que ahora es flaco, sí, vamos, palito, pero nunca tanto. Cubito, que crece a diario. Chucho, que la pega de malo con tremenda cara feíta, caquita. Diego y su Eclipse que sale quemando llantas y regresa en grúa. Vinchenzo o como se escriba, Lechuza, mejor. Cinco cinco. Topo y la competencia con Chucho por saber quién es el más pepa.

El árbol que me cobija, el que evita que la lluvia me desmaye cuando sentado trato de escribir unas líneas, acompañado de una chata de Cartavio, añejo, y unos fuegos en unos blancones, Malboro Gold, pues los Pall Mall quedan en mi corazón y me acompañan en las nostalgias que a veces me invaden cuando estoy en el barrio. 

domingo, agosto 28, 2011

LOS GRITOS DE MI MAMI



1

Son las cinco y media de la mañana (madrugada para mí). Giannina toca la puerta de mi cuarto y como no encuentra respuesta, entra, agresiva. Me ve echado, durmiendo, tranquilo, cansado de una noche ajetreada, activa. Es osada al despertarme, “levántate, chiquito del demonio, levántate, carajo”, me dice. Yo no abro los ojos, “si me levanto, haré las cosas mal, ¿tú quieres que haga las cosas mal, querida madre?”, digo. Después de unos segundos escucho sus pasos yéndose. La puerta se cierra. Abro los ojos. Hago un esfuerzo para pararme. Pongo el seguro. Me vuelvo a echar a la cama. Y soy, nuevamente, feliz.

2

Es la una de la tarde. Estoy en el instituto. Presto atención a las clases como nunca. De pronto mi celular empieza a vibrar. Toda mi pierna empieza a vibrar y me asusto. Saco el celular del bolsillo derecho de mi pantalón. Me doy cuenta que es el Nextel y no el Movistar, y yo muy raro que use el Nextel porque más me llaman al Movistar. Miro el número y no es de alguien conocido. No respondo y guardo el móvil. Después de dos minutos vuelve a joder el aparato pero ahora empieza a sonar, fuerte, un sonido chillón, espantoso. Es una alerta la que me han mandado. Todo el salón  se da cuenta que me están alertando y yo no sé dónde esconderme y dónde tirar la máquina, el profesor me achora con su mirada directa, cagona. Saco el Nextel y veo que en la pantallita dice: Vieja, tu terror! (así guardé su número en mi directorio). No esperé ni un segundo más y abrí conexión: “¿Qué pasó, mamá?, pregunté, con voz baja, “Fabrizzio, no te vayas a olvidar que tienes que llegar temprano a la casa porque tienes que almorzar a tu hora, después tienes que limpiar el baño, la terraza y la fachada. No te olvides, carajo. Estudia y anda temprano.” No me dijo chau, sólo cerró la conexión. Me cagó. Me gritó. Y todo el salón escuchó a mi mamá gritándome por el Nextel. El profesor mandó al break quince minutos antes de que toque el timbre. Al salir me llamó un momento: “¿Podemos hablar, Velaochaga?”, me dijo, casi al oído. No hubo clases después del break, el profesor y yo nos fuimos a una cafetería miraflorina y hablamos de cómo su mamá lo trataba a mi edad. Hubo lágrimas más que risas.

3

Son las siete de la noche. A mi mamá le fue mal en su trabajo, lo sé por la voz con la que me habla. Me grita. Me manda. Me carajea. Si hago algo bien, busca la sinrazón y me grita también. Hago la cena, cocino rico, en la mesa nadie habla, nadie, no miro a mi mamá, ella no me mira a mí tampoco, mis hermanos, mudos. Terminando la cena me levanto primero y llevo todo a la cocina para empezar a lavar. Lavo todo, dejo todo tiza, reluciente. Me dan ganas de dormir, estoy muy cansado. En mi cuarto estoy escribiendo algo y de pronto mi mamá entra, intempestivamente: “Fabrizzio, carajo, anda a dormir de una vez que mañana tienes clases”. Otra vez no dijo chau. Otra vez me gritó. Creo que si en un día, en un incierto día, mi mamá no me grita, al caer la noche, como a las siete u ocho, yo tendré que ir a su cuarto a gritarle: “carajo, mamá, qué te pasó hoy, ni un puto grito” e irme sin el chau correspondiente.

miércoles, agosto 17, 2011

EL ARTISTA



A Joel Muñoz.

La mañana me despierta frío, pendejo. Los espasmos de la noche anterior aún están conmigo. La botella con ron amanece sin una gota de ron, la gata juega con ella rodándola por el piso, correteándola, me jode el sueño y abro los ojos. Me levanto de la cama para que las sábanas no se peguen a mi cuerpo todavía inconsciente. Voy en busca de un vaso con agua. Son las nueve y algo, no percibo los minutos, a la justa me di cuenta que eran las nueve, no abro bien los ojos, el sueño me quiere ganar, me lavo la cara, es un buen primer paso para comenzar el día.

Llamo a Souk, le digo que ya estoy listo para salir, él agrega que en veinte minutos estará en la CT, que lo espere, que no demorará.  Tomo un café a la volada y salgo a la casa de Paul. Cruzo la pista lento y un auto rojo, moderno, eclipsa mi vista, sólo capto el ruido de su pasar, acelero el paso y me despierto totalmente.

Nos vamos a Villa María, me dice Souk, cuando llega a la CT acompañado de su maleta llena de latas de pintura. Su caminar, su rostro, reflejan la mala noche: me quedé pintando hasta las cuatro, agrega, sonriendo, con sueño. Lo miro, también sonrío, vamos a hacer arte, le digo y subimos a la combi donde dormiríamos hasta llegar.

La mañana se pone dura con nosotros. Llegamos a la 30, muy cerca al Pesquero y un frío de los mil demonios nos envuelve, nos hace uno, nos caga, y nos caga tanto que en pocos minutos de haber llegado he tenido que ir corriendo a comprarme un cigarrillo para sentir un poco de fuego entre mis dedos y fumar como loco (loca), tratando de evitar (fracasando) el puto invierno. Un cigarro más se enciende, un grito se escucha a lo lejos, el patrullero que pasa y nos ve como si fuéramos pirañitas, gentes corren como si un maremoto de acercara, silbatazos, mototaxis discotequeras que pasan por nuestro delante y nos quieren atemorizar gritando qué chucha pintas, huevón de mierda, pero ni los miramos, no queremos problemas. No pasa nada, jefe. Cállate, carajo: un chorizo cae en la esquina de la calle donde nosotros estamos, el policía lo tiene boca abajo, tirado en el piso, con las manos atrás y esposadas, me doy cuenta que es chibolo, que no pasa los dieciocho, me mira, yo volteo no para evitar su mirar sino para evitar la puta cólera de que los tombos les pegan, los meten al calabozo uno o dos días y después de nuevo afuera, me volteo para evitar la frustración de no poder hacer nada (contra los pirañitas y la violencia de los policías), de ver lo mismo de siempre. Souk pinta y yo sigo escribiendo. La mañana se nos ha ido: saco el celular, veo una llamada perdida pero no me interesa, son las dos en punto, prendo el siguiente cigarro.

El muro es grande, igual que la creatividad del artista. Las líneas van naciendo poco a poco, mientras Paul y yo contemplamos el arte puro. El artista tiene las manos pintadas de todos los colores. La pintura le llega hasta la chompa que viste y da vida al pantalón negro que lleva. El artista, de rato en rato, contempla su trabajo, se queda minutos viéndolo, buscándole fallas, corrigiendo errores, luego vuelve, caminando rápido, al muro, y con la lata en la mano derecha se encierra nuevamente en su mundo creando más líneas, jugando con los colores, regalando amor, vida, dinamismo, juegos. El artista hace todo para que su trabajo sea el mejor y aunque no es remunerado, él normal, él está tranquilo, pintar me hace bien, si no gano plata, no importa, esto es algo que me relaja, para mí esto no es una chamba, me dice, contento, viendo como la pared sucia ya no está más, porque fue convertida en un muro lleno de arte, lleno de líneas que expresan el sentir de una persona que quiere verse diferente, que hace lo que le apasiona, que vive pisando tierra, que llena de felicidad una pared desolada y meada por cuanto borracho pase, cuando una mañana despierta fría y muchos chiquillos se esconden en sus sábanas evitando el mundo cruel, cagón, de Lima.