martes, marzo 27, 2012

EL VIEJO




La peor vejez es la del espíritu. 
William Hazlitt.


Desesperadamente quiso reincorporarse, pero jamás tuvo las fuerzas de antes. Y se quedó ahí, tirado, casi inerte, viendo todo desde abajo, como cucaracha boca arriba agonizando, esperando la hora del triste desenlace, cuando espera la muerte bajo la suela de una zapatilla que sin asco la hace crujir.

Yacía en su cama desde hacía buen tiempo. Sus brazos no respondían sus tristes llamados. Sus piernas no le hacían caso, y la tembladera volvió con más fuerza en la zurda, esa zurda que alguna vez hizo delirar a los hinchas del cuadro blanquiazul.

Se había vuelto viejo. Su cabello lleno de canas confirmaba su vejez prematura. Su pecho lleno de pelos largos, lo hacían ver descuidado, dejado consigo mismo. Tenía barba filuda, que picaba en el beso de saludo. Sus ojos pardos bizqueaban, no estaban en sí. Los dientes se le habían empezado a caer, y los que le quedaban, amarillos por el consumo diario de tabaco, los mostraba con una sonrisa pendenciera cuando algún osado entraba en su habitación de olor nauseabundo, mortífero.

Si necesitaba algo, gritaba, y luego tosía por la energía que descargaba al gritar. Tenía una mesa de noche en cada lado de su cama que rechinaba en cada movimiento que hacía el pobre hombre. En la mesita de la izquierda, un celular aguardaba para algún llamado de auxilio. En la otra mesa, una botella de ron y un par de hojas y un lapicero para escribir lo que recordaba, sus años mozos, decía, y su herencia que nunca terminó. Un cuadro grande se posaba justo arriba de la cabecera de su cama. Toda la habitación era oscura, y cochina; las ventanas siempre paraban cerradas y con las cortinas sucias.

De aquella noche no pasó, o no quiso pasar. Sintió que ya se iba, cuando veía que el cielo caía sobre sus hombros y alguien lo llamaba, quedándose estupefacto. No hizo nada. En esos pocos segundos, sólo recostó su cabeza en la almohada de seda y volteó a ver las hojas a medio escribir. Nunca hizo nada. Sólo esperó, y esperó. Soñó con un ave, con un fénix, escuchó una voz, vio una sombra, sintió un escalofrío recorrer su cuerpo nervioso, voló por los aires, se sentó en una nube pomposa, gritó, lloró, se cayó y jugó con las estrellas de la noche, en pleno cielo infinito. Y se sintió muerto, mientras tenía los ojos cerrados, echado en su cama de fierros viejos. Y se sintió ido, pero aún no se había ido, para siempre. Y de pronto jugó con sus nietos y recordó que su hijo le decía por teléfono que esperara su llegada, que no se vaya antes; y lloró por siempre en su estadía en el firmamento eterno.

domingo, marzo 25, 2012

POEMA

Poema de mi tío-abuelo que nunca conocí, 
pero que admiro por cómo plasmaba sus sentimientos 
en el papel que hoy leo con devoción.

Para Fabrizio Velaochaga.

Si alguna vez te apartas del horario señalado
y entras o sales sin preocuparte del reloj que te controla
como un sabueso mecanico
Si alguna vez te atreves a caminar con los ojos abiertos a la noche
ya por amor o por el odio amor no revelado
por el dolor o la dura alegria de estar solo
en cualquier noche tu puedes encontrarlos
en la ciudad de luces apagadas
mientras todos duermen
ellos trabajan.
Si alguna vez entre las calles sales comprendiendo aun sin comprender
necesitado de un camino
y te descubres en esa forma de estar vivo que es andar con los ojos abiertos
mirando a tu alrededor esa forma de no estar o estar dormidos
veras que en la ciudad adormecida
ellos mantienen una luz siempre encendida
Cuando tu busques lo que buscas
tratando de saber que es lo que tratas de saber
para oponer a esa muerte diaria que solo vemos porque no vemos
el rostro de la vida
Algo que esta en tu origen
y se proyecta con toda tu existencia desde antes de su comienzo
hasta el presente
enrumbara tus pasos hacia esa luz que impide que la noche sea total.

Ernesto Velaochaga Hildebrandt.
 

martes, marzo 20, 2012

TE QUIERO


No me gusta esperar, pero igual te espero. 
Primero, te quiero, igual.
Andrés Calamaro. 

A ti.

Te quiero cuando juegas con tu cabello castaño  al acercarte a mi casa. Te quiero cuando me agarras de la mano fuerte, porque te pertenezco. Te quiero cuando me arrochas con la mirada, porque me fui con alguna morena bonachona. Te quiero cuando me pellizcas. Te quiero cuando me golpeas, porque para eso sirvo. Te quiero cuando juegas conmigo, porque para eso sirvo.

Te quiero cuando salgo por la ventana y suspiro pensando en ti, porque estamos juntos. Te quiero cuando camino feliz, porque estamos juntos. Te quiero cuando suspiras. Te quiero cuando ríes, cuando me dices que soy un payaso; es que soy tu payaso, tu bufón cursi que te quiere sacar una sonrisa, y amarte en pleno sunset. Te quiero cuando me gritas, porque siempre alguien me tiene que bajar de las nubes.

Te quiero porque no eres como yo. Te quiero cuando me dices que no hable groserías; lo odio cuando me lo dices, y por eso te quiero. Te quiero porque nunca cambiaste. Te quiero porque te haces la difícil, como debe ser. Te quiero porque eres sincera, como debe ser. Te quiero porque amas.

Te quiero por esos ojos caramelo que brillan cuando sientes verdad. Te quiero por esos cabellos lacios que te obedecen: que se desbaratan cuando el aire sopla fuerte, y que se apaciguan cuando los llamas torciendo el cuello, delicadamente, como Miss Mundo saludando por el reinado. Te quiero por esa sonrisa que la alegría dibuja en tu rostro angelical. Te quiero por esa poesía de amor recitada por tu cuerpo joven, que excita mis pobres sentidos que poco a poco los necesito menos, y que sólo despiertan cuando tú estás.

Te quiero por ser inteligente, por no ser hipócrita. Te quiero por ser responsable, por ser sincera, por ser honesta. Te quiero porque nunca te amilanas, porque nunca te rindes. Te quiero por llevarlas bien puestas. Te quiero por ser mujer, por hablar y actuar como una verdadera mujer. Te quiero por ser hija, una verdadera hija. Te quiero por ser hermana, por ser amiga. Te quiero por ser un amor, mi amor.

Te quiero porque te quiero, así de fácil, y simple. 

miércoles, marzo 07, 2012

EL PRIMER DÍA


A Xavi y la gordita.

La mayoría, entusiasmados, despiertan con el canto del gallo y de un solo brinco ya están en firmes modelando una sonrisa Colgate. Convierten su rostro aburrido a causa de la monotonía vacacional en un sinfín de caras invadidas por la emoción. Desbaratan la casa, ladran con el perro, despiertan a los padres que frustrados por el sueño que no pueden lograr, se unen a la algarabía que causa el primer día escolar. Y los progenitores cansados y ojerosos, y el canino chato con hocico salido no se excluyen del jolgorio a las seis con diez de un día donde al sol se le nota cagón.
La camisa blanquísima, el pantalón entallado y los zapatos bien lustrados la noche anterior, son contemplados por el púber que se empieza a desesperar. Las piezas reposan en la silla del escritorio que en los meses veraniegos sólo recibía la ropa limpia que se lavaba semanalmente y los cuadernos Loro donde se pintarrajeaba y gastaba lo que quedaba de los colores del pasado año. Y la mochila anaranjada Adidas que su madre le ha traído desde Europa, espera,  equipada con el clásico block de hojas aromadas y el lápiz Mongol recién tajado, el momento para descansar en la espalda del joven cuando salga de la casa en dirección al colegio que bien pintado de azul con vivos amarillos, dará la bienvenida a los muchachos que ya son caseritos y a los que llegarán por vez primera. 
Un minuto de quietud es raro para el joven que se viste dentro de sus cuatro paredes llenas de pósters de cantantes de reggae actrices gringas. Los rayos solares entran por la ventana abierta de la habitación. Se ilumina hasta el clóset cerrado. Una bandada chillona alborota el sosiego del muchacho, y se confunde entre las torres de alta tensión y los árboles que ponen el toque verdoso a esos cerros alejados que se pierden en el mirar. Acelera la marcha.
El desayuno es light, por la emoción. El joven conversa con sus padres que añoran la vida colegial: el recreo y los amigos que el destino les puso, y que ya no están. Risas moderadas pausan el parloteo familiar, volviéndose parte de él; culmina la reunión con el clásico que te vaya bien, cholo, acompañado  del religioso beso en la frente llena del acné pendenciero que caracteriza a esta etapa.
Y al cruzar el umbral de la puerta, el muchacho voltea y agita la mano, con la misma sonrisa Colgate de las seis con diez; mientras sus padres observan felices sus pasos raudos que lo conducen al paraje que para muchos (me incluyo) es el fiel testigo de los momentos más gratos de nuestras pobres y tristes vidas.

sábado, marzo 03, 2012

MIRAFLORES SOMBRÍO



A Italo Calvera.

Contemplé el anaranjado del sunset desde el viejo malecón chorrillano. Jugué con mis dedos flacuchentos que sudaban por el nerviosismo cursi que ocasionó el hablar contigo por teléfono. Me sentí maravillado. Me sentí volando. Me sentí un tonto cursi. Y el recuerdo de esos besos apasionados que las escaleras de mi casa notaron aquella loca noche, sintiendo resbalar nuestros cuerpos llenos de temblores, cayendo escalón por escalón, entre risas y gemidos.

Tu llamada me encontró agazapado en los brazos de un amor que sólo se queda en palabras. Un amor que no correspondo, ni podré hacerlo. Tu voz dulce es el amor que hace algún tiempo pude tener, y espero volver a tener. Un regalo mágico fue pegarte a mi pecho y encadenarte con mis brazos tibios, besándote en la frente. Una conexión a lo utópico, el intercambiar palabras, aunque inútiles por el miedo y la tartamudez, pero que dejaron la sensación de una caricia en mi rostro demacrado; tu mano que apaciguaba los temores por la noche negra en que vivía.

Llamé a Steven. Pregunté por Isaac. Me confundí de número. Llamé a Isaac. Pregunté por él. Estoy en el Kennedy, le dije. Espérame, me dijo. Esperé. Nunca vino. No quise llamar a nadie más. No quise esperar un minuto más. Me paré, como grogui. Pensé ver a Isaac. ¿Steven?, le dije. Soy Antonio, brother, no te conozco, me canceló en one. 

I estaba conmigo. Yo pensaba en ti. La negra nos agarró caminando por Miraflores. Hamburguesas en Bembos. Pasos tristes en Kennedy. Reposar frente al Downtown. Los chicos con hormonas alteradas agotaban su aliento en cada beso. Manos juguetonas provocaban risas entre los gay corajudos. No le temían a los serenos que deambulaban a paso cansado por esas calles concurridas. Los miraban. Reían. Se besaban. Se tocaban. Lárgate, gritó uno. De pronto, la pulcra Hilux paró la marcha, el sereno bajó la ventana, llamó al arrebatado, que se acercó a pasó garbo. Hablaron. Nada se escuchó. El motor de la camioneta volvió a rugir. La ley se apartaba. El muchacho con rayitos rojos en el pelo empezó a reír a carcajadas, mirando el pasar de la camioneta que el gremio burlaba. Se besaban. Nos miraban. Se acercaron dos muchachos: uno, de acento selvático, y otro, de polo rojo bien ceñido a su cuerpo fornido y lentes oscuros. Reímos. Parlamos. Y también fuimos parte del gremio.

Huimos presurosos, fingiendo sonrisas y mandando besos volados que se perdieron entre las nubes de humo green que empezaba a notarse en la fría noche miraflorina. Encendí un porro de marihuana que mis largiruchos dedos encontraron en el bolsillo de mi short de mil batallas. I no fumó. Caminamos lento, por donde la oscuridad se posaba. Apresuramos el paso. El mismo seremos de hace un momento pasó por nuestro lado, barriéndonos desde las zapatillas hasta el último pelo trinchudo que gustamos llevar. Los miramos con una sonrisa pendeja. Pisó el acelerador. No lo vimos más. Paramos en la esquina de Benavides con Larco. Gringas con minifaldas negras provocaban a mis virginales ojos pardos. Agarramos Larco en busca de un par de cervezas que nos refresquen la garganta y nos enfríen la cabeza cachonda que comenzaba a albergar pensamientos rojos. Nos sentamos en el Parque Kennedy. La Lucha estaba repleta. Las cervezas nos calmaron. I miraba el parque como tratando de encontrar un recuerdo grato. Yo miraba el parque y recordaba cuando nos besábamos de una a dos, religiosamente. Un gringo alto, con pelos como púas se acercó a nosotros. Nosotros… querer coca, nos dijo, hablando un español masticadazo, pero pausado y en voz baja. Por acá no sé dónde conseguir, respondí. Le regalé una sonrisa y se fue devolviéndome la gracia. Se sentó en la banca continua. Nos miramos. Sonreímos de nuevo. Cambiamos una Cuzqueña por una Corona. Parlamos. Y un porro grueso de hierba sacó el gringo del canguro que llevaba en la cintura, y empecé a hablar en inglés, entre risas y toqueteos amariconados.