sábado, septiembre 20, 2014

Patético (O la cruda realidad de un ser humano)

Una fría tarde de setiembre contemplé el cuadro más patético de su vida. Con los ojos entreabiertos y cansados y escupiendo en todas las direcciones, yacía, tendido en una cama que crujía en cada acción del postrado, un hombre guapetón de unos treintaitantos años que se quejaba, ahora, de no poder respirar. Maldecía a quien recordaba y culpaba a alguien –que nunca pude conocer, o quizá sí– por arrebatarle la esperanza de la vida, por desalmarlo porque no tengo más qué hacer aquí, dice, y se vuelve a quejar pataleando y expirando.


No soporta que el perro –que es el único ser que le apaña todas sus rabietas– se suba en su cama, se rasque, se despulgue ante sus ojos que ya miran poco; la bota, le dice que no quiere que nadie lo vea, que no quiere ruido. El hombre le habla al perro con puntos y comas, respirando agitadamente, gimiendo porque siente su cabeza estallar. El animal que no es tan animal, se pone en cuatro patas, mira alrededor, bosteza y baja de la cama de un salto firme. Y al salir del cuarto moviendo la cola modelando su novísimo corte clásico schnauzer, deja, al hombre, una vez más, completamente solo.


Ya son como las seis y el atardecer se va pintando de anaranjados y marrones claros en lo más lejano del horizonte visto desde el viejo malecón. (El hombre tiene la suerte de vivir en un departamento amoblado digno de un hombre bien, con vista al mar en el distrito limeño de Barranco). Las gaviotas planean y chillan, el perro ladra, y el hombre, joven aún y postrado en la cama con el televisor prendido dando un partido de fútbol, mira como alucinando el ocaso tras la ventana cerrada para sentir menos los ventarrones que a esta hora de la fría tarde-noche se vuelven como apuñaladas. Pero quiénes estarán jugando porque ahora se escucha gol, gritos, lisuras, comentarios y risas en el televisor. El hombre voltea a ver, hace un gesto compungido y asiente. Primera vez que no menciona una sola palabra sobre juego o fútbol o pasión. Se inmuta y sigue mirando el encuentro por unos minutos más, pero empieza a pestañar, quiere descansar: talvez mucho, talvez poco o talvez siempre. (Vuelve el perro: salta y se acomoda en una esquina de la cama).


El cuadro me sigue pareciendo patético y hasta por momentos chistoso. Es la tarde número ochenta y cinco y todo sigue igual: sin ganas, ordinario, lineal, trivial, patético y patético. Esbozo una sonrisa cuando el hombre se rasca apasionadamente brazos, piernas y pecho en compañía del perro que se despulga a sus pies en la vieja cama de madera. Ahora es todo orquestal, sinfonía de tarumba, agudos graves y contrapunto con finas notas de golpes, agitaciones y quejidos. Pero, literalmente, el hombre no aguanta pulgas, y vuelve a botar al perro, hablándole delicadamente para que salte de la cama y lo deje tranquilo. (Yo sigo parado, grabándome la escena. Acción). El perro salta elegantemente, estira sus patas, se sacude y camina sin mover la cola hacia la salida. En el umbral de la puerta yo doy un paso a la izquierda y el animal –que no es tan animal, ya lo he dicho– pasa lento por mi costado en dirección a su cama llena de juguetes baboseados con olor a mierda. El hombre suspira, sonríe, abre el primer cajón de su velador y busca algo; saca un peine que no usó nunca y se lo pasa, ferozmente, por el antebrazo, y continúa, así, rascándose sin tregua todo su velludo y maltrecho cuerpo.