No entiendo tus ganas de entender todo. Y no entender nada. Tus
ganas de saber qué hago, qué pienso, qué siento. Tus ganas de hacerme sentir
menos, de suponer que pienso tal cosa, cual bruja, cual locumbeta rabiosa que
se autodestruye el cerebro porque pienso y digo y hago cosas que no deben ser,
que está mal, que por el amor del Santo Dios que está mal, que no sea bruto,
que no sea huevón, que entienda, que piense. No entiendo tu juego manipulador,
tus ganas de minimizarme, de achicarme ante propios y extraños, de suprimirme
frente a las gentes que pasan en la calle y nos quedan mirando, desconcertados
y contentos.
No entiendo cómo has podido enrollarme en tu amor feroz. Cómo
hacerme sentir un poco más sensible, un poco más engreído, un poco más sentimental.
No entiendo tu manera de enseñarme, y que te entienda. Tus ganas de que sea
quien quiera y tenga planificado ser. Tus dulces ganas de besarme y hacerme
tuyo. Tus calientes ganas de que me den ganas. Y cuando ganas, me dan ganas, lo
acepto y me rindo.
No entiendo cómo puedo hacerte caso. Cómo confiar sin que tú
confíes en mí. Cómo creer sin que tú creas en mí. No entiendo cómo me escabullo
en tu falda y me vuelvo un niñito que quiere a su mamá y nunca, jamás, se
quiere despegar de ella, ni de sus piernas, ni de sus brazos, ni de su arrullo.
No entiendo cómo puedo sonreír cuando estás enfadada. Cómo hacerte entender
cuando estás necia. Pero me enseñaste que hay cosas más importantes que
solucionar. Pero no entiendes cuando la molestia me absorbe y me consume y las
palabras son tragadas por la rabia y la concordia se esfuma rápidamente con
olor a mierda, el hablar se me hace complicado (y creo que deberías conocer y
entender que valoro tu compañía aunque, rabioso, no me soporte ni a mí mismo).
Y, lo que más empiezo a odiar es que no entiendo tu gran manera de
despreciarme mientras yo te escribo amores y pasiones en una noche tan larga y
tan fría.