jueves, octubre 24, 2019

Bajo el disfraz de Santa (o la mejor navidad de la vida)

Mientras lo veía saltar de alegría, me acomodaba la barba para que no se diera cuenta que era yo. Saltaba y aplaudía mientras gritaba completamente ilusionado; en cambio yo; engrosaba la voz para parecerme más al Santa tan esperado que a una pobre imitación del viejo que traería los regalos que le habían comprado en la Navidad. En ese momento, sentí la felicidad. Verlo a los ojos, escudándome en un disfraz abultado, fue el mejor regalo recibido después de saber de su existencia en la barriga de mi esposa.


No tengo bien en claro si eran las cuatro o cinco de la tarde cuando examiné el disfraz por primera vez. Y es que para mí no era tan ajeno ese tipo de vestir. En mis tiempos de propinas, había trabajado en una compañía de shows infantiles cuando todavía no cumplía los catorce. Todos los fines de semana había trabajo: me podía maquillar, vestir de un arlequín colegial y bailar acompañando a los animadores de la fiesta o meterme en un peluche gigante de los dibujos de moda para cumplir el sueño de los niños que cumplían años y no sabían de tremenda sorpresa. Pero nada se compararía, a lo que estábamos planeando con mi esposa, hace ya unos meses atrás.


Apenas tuve el traje, enumeré las prendas necesarias mientras revisaba videos en internet para cómo vestirlas lo más rápido posible, ya que había organizado una pauta de qué, cómo, cuándo hacer y qué no, cada minuto de la puesta en escena. Nada debía quedar suelto. Es por eso que examinaba los ojales de la ancha y negra correa plastificada, me calzaba los zapatos duros y estrechos y, medía, con el echar de una ojeada, el sacón frondoso y empeluchado que tenía que debía de soportar con tremendo calor. Todo cumplía un rezo. Primero: el pantalón, sujetar con el elástico, pero no tanto para dejarme respirar. Segundo: el saco, primero el brazo izquierdo y tirarlo al otro lado para, a la volada y con notable precisión, terminar con el brazo derecho, para sujetarlo con unas pitas que no debían verse para nada. Tercero: la correa, darle dos vueltas y culminar en el sexto huequito. Cuarto, los zapatos, debía de ser lo más fácil, darme un poco de tiempo para atar las agujetas y evitar un accidente de traspié. Quinto: la barba, debía de cubrirme la mayor parte del rostro, era un conjunto de hilachas blancas que, si no las situaba de la mejor manera, iban a llamar a esa alergia que detesto cuando los estornudos no me dejan dar un paso. Sexto: El gorro, complemento perfecto para la temporada, con un ligero estilo de caída para el perfil izquierdo. Séptimo: los detalles, guantes, anteojos circulares de metal y demás ropitas alusivas al viejo Santa, que debía de vestir en menos de dos minutos complementando mi parafernalia navideña. Así estaba previsto. Tal cual ni más. Vestir un disfraz de Papa Noel en menos de diez minutos para cumplir con la pauta chequeada y sacramentada, y darle un haz de luz, más luz, a una Nochebuena que iba a quedar en el recuerdo de muchos y en especial del más pequeño de la familia.


Pensaba cómo iba a reaccionar mi hijo. Tal vez cuando entraría por la puerta se asustaría por el disfraz y la cara tapada con la barba. Tal vez se impresionaría tanto con lo que Santa había ido a visitarlo que lo jalonearía por todos lados y le arrancaría el gorro y la barba y quedaría al descubierto mi identidad. Tal vez la impostación de voz no llegaba a ser del todo creíble y me diría: Papá, ¿eres tú? Papa. ¡Santa! y todo se iría al tacho. Tantas cosas pasaban por mi mente que no me daba tregua dudar que lo que haría en unos minutos sería, tal vez, la mejor puesta en escena que siempre me hubiera gustado ejecutar.


Los nervios en mi sudoroso cuerpo marcaban el compás de un reloj que gritaba actuación. Eran las once y un poquito más cuando decidimos, entre los que estábamos reunidos y sabían de la sorpresa en términos generales, que debíamos comenzar pronto porque el niño estaba impaciente de regalos sorpresas y bostezando al son de los típicos villancicos al ritmo de bosanova. Le dije que me iría a comprar. Me miró. Nos besamos y chocamos los puños como lo hacemos todas las noches antes de dormir. Ya vengo, le dije, y caminé en dirección a la puerta. Cuando lo vi voltearse, giré y corrí hacia mi dormitorio, cerré la puerta y esperé. El show debía de comenzar. Estaba ansioso. Practicaba en voz baja la impostación de voz como un viejo Santa. Todo debe salir bien, susurraba. De pronto, entró en el cuarto mi esposa. Nos besamos y sonreímos como cómplices. Por dónde empiezo, le dije a ella. Por tranquilizarte, me dijo y me acarició la mejilla.


Comencé a vestirme tal y como lo había planeado. Prenda por prenda. Paso por paso. Mi esposa me ayudaba porque había comenzado una especie de tembladera que recorría mi cuerpo. El pantalón, la chaqueta, la barba y los detalles. No me demoré ni cinco minutos en estar parando frente al espejo y reírme de mi mismo, al verme vestido como un joven y panzón Santa, dispuesto a ser el hazmerreír de la noche previa a la Navidad. Mi esposa me tomaba fotografías mientras fijábamos los últimos detalles. Entre tantos puntos de la pauta, habíamos quedado en que mi papá cargaría a mi hijo para llevarlo a su dormitorio con el pretexto de sacar al niñito Jesús y tenerlo listo al momento de que el reloj marque las doce para ponerlo en el nacimiento. Él cerraría la puerta para darme pie a yo salir corriendo disparado hacia la calle y esperar para comenzar el show navideño con mi entrada triunfal al grito del clásico Jo jo jo jo. Y así se hizo. En segundos ya esperaba afuera. Estaba un poco agitado y jadeaba. Para salir de la casa, había corrido desde mi habitación que estaba al último del pasadizo, pasé por el cuarto de mi papá que me daba tiempo para mi huida y atravesé completamente la cocina y sala llenas de familiares de mi esposa que reían y vaticinaban el espectáculo que iban a presenciar. Sudaba caliente porque el calor se había asentado en mi cabeza por el gorro y en mis pies por las altas botas. Respiré, mientras acomodaba los bolsos de regalos con los que entraría a mi casa. Eran unos diez o doce paquetes envueltos en papel de regalo repartidos en dos bolsas que me dificultaban un poco para sostenerlas. De pronto, la puerta se abrió y entendí que había comenzado todo. Él todavía no me había visto, yo sistemáticamente di tres pasos y todos en la casa comenzaron a aplaudir y gritar ¡Santa! ¡Santa! Ya llegó. Mi hijo estaba rebalsando en felicidad. Sus ojos contemplaban a Papa Noel y les decía a todos: Ha venido Santa, mis regalos, vino por mí, yo te lo dije, yo te lo dije. Cuando entendí la responsabilidad en la que me había metido, juré para mí, cumplir la pauta y el ensayo veloz que habíamos tenido con mi papá y esposa en la tarde del veinticuatro. Nos miramos. Nos tomamos una foto con el infaltable Jo jo jo jo y abrimos los regalos que había traído en los paquetes. Mi esposa me ayudaba nombrando de quién era tal regalo y todos aplaudían cuando eran descubiertos. Todo fue tal y como se había planeado, oleado y sacramentado. En algún momento, improvisé por un regalo que mi hijo había pedido en su carta y no estaba en físico. Nunca se dio cuenta que no estaba. Ni el supuesto regalo ni su papá. Nunca procesó que papá estaba detrás de esa sorpresa que todo el mundo le hablaba y él jamás imaginaba viviría en la noche de Navidad. Cuando terminó todo, me despedí de mi hijo, la gente pidió una última foto y cariñosamente él me abrazó, me dijo gracias, Santa y me hizo adiós con la mano, mientras yo salía por la puerta completamente orgulloso por la hazaña cometida.


Aún el cielo no se cubría por el reventar de los cuetecillos, cuando bajé las escaleras, más que contento, para llegar al tercer piso del edificio donde vivimos y cambiarme el traje que ya me producía picazón. Quedó todo perfecto, decía mi esposa mientras bajaba las escaleras para ayudarme con la ropa. Reímos a carcajadas, escondiéndonos por si nuestro hijo nos espiaba desde la ventana. Me cambié con una bermuda y un polo suelto. Seguía riendo. Esperé. Entra tú primera, le dije a mi esposa. Esperé. Esperé. Cuando entré nuevamente a mi casa, ya como su papá con ropa casual y veraniega, me dijo: Papá, vino Santa y me ha dejado mis regalos. Todo lo que le pedí. Me dijo que se fue porque Rodolfo estaba apurado y tenía que dejar más regalos a otros niños. Cuando lo escuché, supe que todo había salido a la perfección. Que la ilusión de Santa lo llenó por completo y todo había valido la pena. Entendí también que ese sudor, temblores en el cuerpo, susurros y movimientos que fácilmente se pueden comparar con el bailar zigzagueante de una cobra, no eran más que el sentir de la felicidad de un padre hacia su hijo. Y qué más te dijo, le pregunté, ocultando el sentimiento que me embargaba. Nada más, siguió él, sólo se fue porque Rodolfo estaba muy apurado. Asentí, sorprendido, y chocamos los puños que es nuestro santo y seña dándome espacio para disfrutar de la mejor Navidad de mi vida.


Lima, Diciembre 25, 2018.