Martha desquiciaba a todos con su silueta de infarto porque no podía faltar un solo día al gimnasio. Cuando caminaba por la acera, todos iban por la misma acera y al acecho. Si cruzaba la calle, el que menos volteaba o paraba de caminar para verla cruzar el tiempo que ella decidía demorar. Si cambiaba de dirección, jamás estaba sola. Cuántas veces cruzaba, cuantas miradas tenía encima. Entonces era el momento de que paso a paso, por esa zebra mal pintada, al mismo estilo de The Beatles, una pierna tras otra, se lucían al dulce repique de los tacos que vestía. La miraban muchos hombres. Parecían lobos, zorros, animales pasionales y zonzos. La miraban pocas mujeres. A ver, porque también hay mujeres. Tampoco hay que mentirnos. El acecho seguía hasta que la muchacha llegaba a la otra vereda cansada de los zapatos y los tantos ojos que la seguían. Alguien quiso gritarle algo pero no se atrevió. Alguien le silbó. Una mujer empezó a cuchichear con otra que la falda que llevaba era para llamar la atención de los hombres, que ella buscaba eso, que la conocía, que siempre se vestía de esa manera y salía a comprar al Wong de Aurora a las nueve de la noche, completamente sola, todos los días.
Martha trabaja como secretaria en un consultorio oftalmológico. Recibió la noticia de que su padre tiene poco tiempo por el cáncer que lo aqueja y porque ella misma indagó sobre su tratamiento con el doctor que lo atiende. Su papá no sabe que ya se enteró. No tiene mamá. Se encarga de todos los gastos de la casa. Y todas las noches, regresando de trabajar, va a comprar lo que necesita para la semana y algunos chocolates que comparte con Nando, su papá, que siempre la espera despierto, tomando un té con limón y viendo las noticias que no vio en la mañana.
El ocho de marzo es el día internacional de la mujer y no hay nada de qué festejar. No nos mintamos.