A la dueña de mis sueños noctámbulos.
Y jugamos a no vernos. A escondernos. Nos hacemos ojitos. Nos mandamos piropos, únicos. Nos decimos palabras lindas, de poemas de amor que aprendí alguna noche como esta. Y cantamos. Y jugamos. Y nos sentimos bien porque nos conocemos, porque tú sabes mi nombre y yo, dónde paras.
Perdón. Perdóneme por faltarle el respeto al tutearla, señora mía. Continúo, entonces. Es cierto eso que los sueños sólo sueños son, y que al contemplarla, a usted, digo, vivo un sueño y todo es fantasía, como de ensueño, como de cuento, porque usted es mi sueño, el sueño que cualquiera quisiera vivir, o alcanzar, la novela de aventura amorosa que cualquiera quisiera crear y al mismo tiempo ser parte de ella, y de sus miles de capítulos llenos de sucesos y sube y bajas para tratar de encontrar el camino al cielo infinito, donde queremos llegar, los que soñamos, o los que alguna vez lo intentaron.
Hoy, como todas las noches, nos paramos en el lugar de siempre, a la hora de siempre y con los sueños de siempre. Nos hacemos ojitos. Nos decimos palabras lindas, como de poema. Somos uno solo, lo siento. Ya no me importa nada. No nos importa nada. No nos importa nadie. Pasmado me quedo en el brillo suyo que es único e indescriptible. Y me veo boquiabierto, como estúpido, como zonzo, como hechizado al ver un ángel, del cielo mismo y que se dispone a caer despacito, como quien no quiere la cosa. Jugamos, señora. Me mira, yo lo sé. En mis pupilas la llevo. De pronto, siento que mis pies tocan tierra y cierro los ojos muy lentamente. Bajo la cabeza. Vuelvo en mí. Soy yo, de una mala vez. Pero no la pierdo, señora. Quiero volver, emprender vuelo, y mil veces seguro, siempre. Entonces tomo un respiro y los sueños regresan. Me quedo atónito y maravillado y completamente estúpido al contemplarla por enésima vez y no me canso, y en la misma hermosa noche, señora.
Es que todo es tan raro. Y tan hermoso. Todos los errores cometidos a lo largo del día quedan de lado y la perfección toma el lugar principal, central, y reina desde mis ojos color pardos hasta su blancura virginal, sin producir gemido alguno pero con gritos libres de un amor puro que sólo yo, en este momento grato, siento.
Y usted sigue ahí, recibiendo halagos, poemas y qué se yo. La noche es joven. Y las estrellas. Y usted. Y quizás yo, señora mía.
Tres de la madrugada. Noche de luna hermosa.