A doña Flor.
Recuerdo sus ojos
azules llorando, al ver a la Tata en ese cajón elegantísimo, con flores de
todos los colores y aromas a su costado. Recuerdo las palabras de aliento que
me daba, sus abrazos que lo sentía como los de mi Tata cuando me decía que todo
iba a estar bien. Recuerdo, su pelo blanco, su voz cariñosa y dulce. Recuerdo,
su perfume, su caminar pausado, sus miradas coquetonas. Recuerdo sus llamadas
por la tarde para que suba al instante: no le hacía esperar y en la puerta a
medio abrir estaba ella, sosteniendo un plato de seco o ensalada, para que comas
rico, me decía y yo, agradeciendo y no sabiendo qué más decir, bajaba contento
con el plato en las manos, mirando para arriba, sonriendo por la buena salud
que mostraba doña Flor.
Recuerdo, sus
chancletas marrones. Y su casa, que también es mi casa, oliendo a flores e
incienso, con las ventanas abiertas, con el aire paseando. Recuerdo sus
llamadas de teléfono cuando alguno de mis amigos venía y no tocaba el
intercomunicador: creo que alguien te está buscando, me decía y colgaba
enseguida. La recuerdo contenta, sosteniendo la copa de champán en año nuevo,
diciéndole a mi tía que se quede para cenar juntos. Y es que subimos un rato
porque papá tenía que madrugar para ir a trabajar, mi tía estaba resfriada y
yo, ir al cine donde me pagan por no hacer nada.
Pero ya no escucho su
risa contagiosa cuando me pego a la ventana que da a la calle. Recuerdo cuando
se sentaba a esperar a su nieto, y miraba a la puerta del edificio, anhelando
su llegada. Recuerdo, cuando yo llegaba antes y cerraba las cortinas: sonreíamos
juntos. Recuerdo, cuando la miraba y cuando se reía. Recuerdo su paciencia y
preocupación por personas que no eran su familia. Recuerdo sus uñas largas,
pintadas; sus labios con un rojo sobrio y las chapas bien coloradas para salir unos
minutos a comprar el pan.
Y un lunes cualquiera,
Lima anochecía con la panza de burro acostumbrada. Y fue la panza de burro que
se convirtió en una caída de estrellas que detenían su viajar en el piso
cochino y lleno de caca. Un lunes que atardeció rápidamente y una noticia
inesperada llegó al contestar la llamada diaria de mi padre. No te creo, le
dije, sudando frío. Y agarré fuerte el teléfono porque lo sentí caer por mi
cachete helado. No sabía qué hacer, qué decir, qué insinuar, qué… Ya no estaba
la doña que cuando mi abuelita se fue tranquilita, me llamaba para darme medio
kilo de papa canchán o un plato bien taipá de tallarines verdes con churrasco. Porque
cuando la Tata se fue, en doña Flor
refugié mis alegrías y conversaciones íntimas, conversaciones que ahora
revelará a su amiga de siempre, cuando las dos me miren y se rían como siempre
se reían al verme hacer payasada y media.
Y ya no está. Y la
extraño como extraño a la Tata que se fue de estos caminos llenos de mierda
hace como un año y medio, si no me equivoco. Ya no está, y ahora juntas
revolotean y ponen de vuelta y media el cielo infinito del que tanto hablaban
todas las tardes-noches cuando salían a regar el jardincito que hoy está más
florido que nunca.
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