jueves, enero 24, 2013

ESOS OJOS AZULES

A doña Flor.

Recuerdo sus ojos azules llorando, al ver a la Tata en ese cajón elegantísimo, con flores de todos los colores y aromas a su costado. Recuerdo las palabras de aliento que me daba, sus abrazos que lo sentía como los de mi Tata cuando me decía que todo iba a estar bien. Recuerdo, su pelo blanco, su voz cariñosa y dulce. Recuerdo, su perfume, su caminar pausado, sus miradas coquetonas. Recuerdo sus llamadas por la tarde para que suba al instante: no le hacía esperar y en la puerta a medio abrir estaba ella, sosteniendo un plato de seco o ensalada, para que comas rico, me decía y yo, agradeciendo y no sabiendo qué más decir, bajaba contento con el plato en las manos, mirando para arriba, sonriendo por la buena salud que mostraba doña Flor.

Recuerdo, sus chancletas marrones. Y su casa, que también es mi casa, oliendo a flores e incienso, con las ventanas abiertas, con el aire paseando. Recuerdo sus llamadas de teléfono cuando alguno de mis amigos venía y no tocaba el intercomunicador: creo que alguien te está buscando, me decía y colgaba enseguida. La recuerdo contenta, sosteniendo la copa de champán en año nuevo, diciéndole a mi tía que se quede para cenar juntos. Y es que subimos un rato porque papá tenía que madrugar para ir a trabajar, mi tía estaba resfriada y yo, ir al cine donde me pagan por no hacer nada.

Pero ya no escucho su risa contagiosa cuando me pego a la ventana que da a la calle. Recuerdo cuando se sentaba a esperar a su nieto, y miraba a la puerta del edificio, anhelando su llegada. Recuerdo, cuando yo llegaba antes y cerraba las cortinas: sonreíamos juntos. Recuerdo, cuando la miraba y cuando se reía. Recuerdo su paciencia y preocupación por personas que no eran su familia. Recuerdo sus uñas largas, pintadas; sus labios con un rojo sobrio y las chapas bien coloradas para salir unos minutos a comprar el pan.  
Y un lunes cualquiera, Lima anochecía con la panza de burro acostumbrada. Y fue la panza de burro que se convirtió en una caída de estrellas que detenían su viajar en el piso cochino y lleno de caca. Un lunes que atardeció rápidamente y una noticia inesperada llegó al contestar la llamada diaria de mi padre. No te creo, le dije, sudando frío. Y agarré fuerte el teléfono porque lo sentí caer por mi cachete helado. No sabía qué hacer, qué decir, qué insinuar, qué… Ya no estaba la doña que cuando mi abuelita se fue tranquilita, me llamaba para darme medio kilo de papa canchán o un plato bien taipá de tallarines verdes con churrasco. Porque cuando la Tata se fue, en doña Flor  refugié mis alegrías y conversaciones íntimas, conversaciones que ahora revelará a su amiga de siempre, cuando las dos me miren y se rían como siempre se reían al verme hacer payasada y media.  


Y ya no está. Y la extraño como extraño a la Tata que se fue de estos caminos llenos de mierda hace como un año y medio, si no me equivoco. Ya no está, y ahora juntas revolotean y ponen de vuelta y media el cielo infinito del que tanto hablaban todas las tardes-noches cuando salían a regar el jardincito que hoy está más florido que nunca. 

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