Creo en la Virgen de Chapi. La mamita de Arequipa, una de las
principales ciudades del Perú. Creo en ella porque mis abuelos maternos,
desde que tengo uso de razón, me han llevado a los rosarios y he recitado el
Ave María con mucha devoción, frente a familiares y extraños fieles que acudían
a la casa de la Tía Mery porque ahí estaba la virgencita de Chapi, coronada,
vestida elegantemente. Creo, también, en el Señor de los Milagros. Voy a la multitudinaria
procesión, todos los días de octubre que sale en andas, año tras año, cargado
por un centenar de hombres bien fajados y bien al terno, que rezan con cada
corto paso que dan para tambalear de un lado a otro la pesada anda de oro y
metales preciosos. Me gusta el olor de la mirra, el incienso, y los cánticos
donde le ruegan al Señor de Pachacamilla para que velen por ellas, por ellos y
todos nosotros, que perdone nuestros pecados, que nos guié por el sendero del
bien. Yo, de chibolo, también pertenecía a los cargadores.
Y ahora que estoy parado en el borde de un barranco, escribiendo,
quizás, la última carta que te escriba en la vida, recuerdo a todos los santos
a los que le rezo, y no atino siquiera a pronunciar el Padre Nuestro. Mis
padres se han muerto. Esa gente que me profesaba su amistad, no está. Estoy
solo, tan solo que sólo tengo a mis santos y mi Dios. Soy un marica, un
tremendo marica. Estoy llorando como no tienes idea. Porque he perdido todo.
Tampoco estás. Y creo que es una reverenda estupidez que crea en muchos, pero
no crea en mí mismo.
Lima, mayo del 2013.