Felipe tiene diecinueve. Estudia comunicaciones en una universidad nacional, bajetona, sin prestigio, pero que ahí va. Felipe sufre cada mañana para levantarse de la cama. Es dormilón, flojo, paciente, tolerante pero a veces no. En la universidad le enseñan profesores que ni sus nombres conoce pero destaca siempre a Riofrío, el de lengua, que por diez luquitas lo aprueba fácil y con dieciseís siempre, para no levantar sospechas; también recuerda a Cárdenas, el de fundamentos, el loco, incansable, jodido. A ese ni chis, a ese nada de nada, las tres horas sentado, escribiendo, mirando al frente y respondiendo a sus interrogantes rebuscadas que sin titubear y sin pasar más de tres segundos tienes que estar contestando con un sí, no y por qué, así de simple y eficaz, porque de lo contrario, “nos vemos en el final, muchachito loco”, como dice él, combinando sonrisas e ironías.
Felipe siente que la vida es fea, horrible, trágica. Unas semanas atrás no hubiese pensado así. Estar en su casa, compartiendo con los suyos, ya no es lo mismo, si no hay gritos o sacadas en cara no es una día común. “Ya no debo de vivir acá, creo que debería vivir con mi papá”, piensa y de pronto una lágrima cae, él corre al baño, se lava la cara y vuelve a salir, tiene que hacerse el fuerte, nadie lo puede ver llorar, nadie. En las tardes, cuando llega de estudiar, todo es un martirio para él. Le basta cruzar la puerta para que todo empiece, su mamá y su clásica “limpia la sala, el baño y la escalera” y después de unas horas cuando todo está tranquilo, “carajo, lo único que saber hacer es dormir, escribir y dormir, yo no quiero un hijo vago, no”, pero a él ya no le causa el mismo dolor de antes y simplemente hace que le presta toda la atención del mundo pero no, él sigue soñando y viviendo a su manera y sin excesos ni marginaciones. Su tío y mamá pelean siempre y lo que es peor, es que los motivos casi siempre son por dinero. A Felipe no le interesa mucho su propia economía, claro que quiere tener sus cositas pero de ahí a pelear por unos cuantos soles, no. A él le duele que su familia se distancie por esos motivos, “¿que acaso no se dan cuenta las estupideces que dicen y hacen por esa cojudez?”, piensa enfurecido, dolido.
El chico sólo llora, llora mucho, bota todo lo que carga consigo, y las noches y su computador y una luna hermosa son sus mejores aliados. Él quiere decirle a su mamá, a su tío y a todos, que se den cuenta ya no son familia, que ya no parecen una, que parecen diez desconocidos en una casa que sólo buscan el bienestar propio. Y sigue (seguirá, quizás) llorando. Algunas veces trata de buscar soluciones, de arreglar los problemas pero nadie ayuda, todos están a la defensiva, todos tiran para sí mismos y nadie cede, nadie quiere escuchar, nadie, nadie quiere abrir un ratito su corazón y sentir algo bonito, sentir paz, tranquilidad, amor, porque no y no y no, ni uno ni otro, pues parece que les gusta vivir así, sin pensar en el otro, sin pensar que son hermanos, hijos, padres, sangre.
Felipe recuerda su infancia, en Ica, con sus papás, abuelitos, tío y una perrita, Mimí, una cocker maravillosa, tierna y juguetona que extraña tanto, así como extraña también aquella familia, bueno, la que veía y sentía (porque los problemas siempre están pero nunca los percibía o nunca se hicieron notorios, como debe de ser), aquella familia que se apoyaba, que se quería, que pensaba siempre en el otro. “Ahora todo es distinto, por qué, por qué será así”, dice una noche al dirigir su mirada a la luna que bellísima posaba, cuando de repente empieza a llorar y a gritarle al mundo el porqué de su pena, de su lamento y sin parar de llorar agarra un papel en blanco que encontró en su escritorio y un lápiz y empezó a escribir todo lo que sentía, todo lo que salía en ese momento hasta que se quedó dormido. Al día siguiente, con los ojos rojos, despertó tirado en el piso, al costado de la ventana que abierta de par en par daba señales que iba a ser un día radiante, y al levantarse, el papel completamente escrito estaba ahí con el lápiz encima, llorando también, seguro, lleno de nostalgia, de recuerdos, de anhelos, de odios, de llantos desconsolados, comprensibles.
Ahora Felipe se refugia en la literatura, en los poemas que escribe acompañado de un pisco puro. Escribe de los momentos que vive, llora y escribe, chupa y escribe, pues así es como lo quiere él. Encontró su vocación hace dos años, una noche negra, negrísima, una noche en la que sabía que nadie estaba ahí para darle apoyo y entonces encontró una pluma que recogió del tacho de basura y una hoja cuadriculada que arrancó de un cuaderno viejo que lo hizo recordar sus momentos de escolar (de secundaria, colegio San Sebastián, con amor y unos maravillosos momentos en su corazón) y empezó a plasmar todo, todo y sin censuras y así era siempre, cada noche, cada tarde, cada mañana y hasta se podía quedar despierto toda la madrugada escribiendo hasta que se convirtió en su gran amor y su gran apoyo. La literatura y él no se separarán, porque mediante las letras él vive, él sueña, aunque existan personas (su madre y quizá algunas más) que no crean en él, que nunca le digan “vamos, tú puedes, yo sé que puedes, tienes mi apoyo”. El sigue adelante, mira para adelante.
“Ahora, nada esperaré, ahora yo voy a buscar y conseguir todo lo que quiero, yo iré, no esperaré a que vengan”, dice una mañana, apenado, entre sollozos, pues hace dos semanas que se fue de su casa para vivir con su padre. Todas las mañanas él llama y su tío le cuenta que su madre siempre pregunta por él y cuando el chico le pregunta sobre los problemas por los cuales se fue su tío cambia de conversación, dándole a entender que nada ha cambiado, todo sigue igual, cagado. Felipe sabe que su mamá se dará cuenta algún día lo que está haciendo, lo que está causando, porque sin saber o no, está destrozando su familia.