domingo, febrero 20, 2011

PARIS



Sueño un día estando en París escribiendo algo o solamente contemplando esa ciudad que me hace soñar tanto, tantísimo.
Desde hace mucho tiempo había planeado este viaje. Desde hace mucho tiempo decidí dejar por unos días mi Perú querido y ver qué tal me iba en ese país que tanto afán tenía por saber cómo era, por caminar por sus calles, sus calles que inspiran, sí, la ciudad artista, la bella, la apasionada y llena de bohemia.
Los pasajes están en mis manos y los nervios en todo mi cuerpo. Dejo mi casa y a mi familia por segunda vez y quizá sea para siempre, espero.
Solamente una vez he salido del país donde nací para que otro me acoja y en poco tiempo me haga parte de él, por el cariño, por la libertad que no conocía (y se me hizo bien difícil acostumbrarme a ella por lo que creo que nunca llegué a acostumbrarme del todo) y otras cosas que tengo guardadas en el libro de mis buenos recuerdos.
El día había amanecido amarillo, amarillo con un rojito calentón, con un sol jodido que no contemplaba a nadie y quería ver a todos echándose agua en la cabeza cada cinco minutos. Mi mamá entró a mi cuarto a las siete y cuando me hizo abrir los ojos gracias a un vaso con agua más que helada pensé que eran las diez u once de la mañana. La noté ansiosa, con ganas, esperanzada, firme, triste. “¿Tus maletas ya están listas?, me preguntó; “sí, ya están listas debajo de mi cama”, respondí. No veía nada, el sol me impedía abrir bien los ojos.
Diez de la mañana. Desayunamos raudamente. Las maletas estaban en la puerta, listas. Mi mamá estaba chequeando que todo estuviera bien, que nada faltase y chequeó la hora exacta del vuelo: “Apúrate, que despegamos en una hora y media”.
Estábamos nerviosos, impacientes. Entré al aeropuerto comiendo galletas, siempre hago eso, ya se me hizo costumbre, cuando voy a viajar y cuando voy a recoger a alguien que llega. Subí al avión tranquilo, atrás de mi mamá que me hablaba no sé qué cosas, en realidad no estaba tan tranquilo, en realidad quería ya pisar tierras europeas nuevamente y más donde íbamos a vivir dos semanas, como lo habíamos planeado.
Mi mamá y sus pastillas. Yo y el reggae en mis oídos, luego rap, trova y Sabina y Calamaro. Tan linda se veía Lima desde arriba, claro, arriba de las nubes con formas de todo, pomposas, como hechas de algodón, y después de unos minutos, negras, feas, llenas de agua y listas para mojar a los pobres peruanos un sábado de febrero. “Qué clima para más loco”, escuché. Volteé a mirar a mi mamá pero ella ya estaba durmiendo y agradeciendo a las santas pastillas en sus sueños. Pedí un vaso de coca-cola a la aeromoza y me puse los audífonos del asiento para ver (y escuchar pero para mí solo) Narnia (cabe decir que me terminé aburriendo de tanta fantasía y me quedé privado en esos asientos que busco y busco por todo Lima para dormir como aquella vez).
Después de trece, catorce o quince horas se manifestó el capitán de vuelo avisándonos que faltaban pocos minutos para aterrizar. Por la ventanilla del avión amé la torre, enorme, visitada, amada. El cielo azul, hermoso, potente. Desperté a mi mamá: ¿ya llegamos?, me dijo; “ya vamos a aterrizar”, le dije. Se incorporó rápidamente y mirando por la ventanilla dijo: “Qué bonita está Europa, hace tiempo que no la veía tan de cerca”. La noté feliz, como nunca.
Bajando del avión con una mochilita donde siempre llevo lápices y un cuaderno en blanco, pienso, contemplo el cielo y el enorme avión. No me había percatado nada de eso antes de despegar, estaba impaciente, como ahora, pero con la diferencia que ya estoy acá, que ya piso el suelo que desde hace mucho tiempo había planeado pisar. Estaría unos días (que luego se convirtieron en años y unos buenos años, amados y bien recordados con un pisco y unos puchitos) en tierras europeas.
Bajando del avión prometí escribir un libro sobre mis días en esa ciudad. Porque caminar por las calles, solo, con la luna de testigo, era algo indescriptible, maravilloso. Y de regreso a casa, después de tomar una botella de champagne con unos amigos que había conocido, alcohólicos, locos, me sentaba en el sillón que estaba más cerca a la ventana y empezaba a escribir un poema que lo tengo pegado en el cuaderno de siempre y que lo veo siempre y que, siempre –valgan siempre las redundancias-, me hacen recordar aquellos dos años y ocho meses que viví en París, que lloré en París, que soñé en París.

2 comentarios:

mario dijo...

MUY BUENA SIGUE ASI!

Isaac Oré dijo...

sigue asiii bucho