martes, marzo 08, 2011

MI ANGEL SE LLAMA ANITA





Día raro, tenso. Apenas regresé del instituto mi abuelita me dio la noticia de que mi hermana había sufrido un accidente de tránsito cuando se iba a su colegio. Me quedé mudo, no sabía qué decir. Al comienzo pensé lo peor pero luego me dijeron que estaba bien, que mi tío había llamado y le había dicho a mi abuelita que Giannina y Juan estaban con mi hermana adentro del hospital pero que a él no lo habían dejado entrar por no sé qué cosas, seguro por una de sus estúpidas e inhumanas leyes.
Yo estaba en la casa, intranquilo, pensando en cómo podía estar mi hermanita. Entonces mi abuelita me contó cómo había ocurrido todo: Una señora de buen corazón había llamado a la casa y habló con mi tío quien se tranquilizó cuando recién escuchó la voz de Anita que llorando le dijo que había chocado su movilidad y que sólo tenía la cara ensangrentada por algunos cortes causados por la luna que estalló muy cerca de ella. Mi tío entonces llamó a mi mamá y cuando esta llegó a la casa se fueron volando al lugar del accidente pero no encontraron nada, sólo la movilidad chancada del lado izquierdo, con las lunas hechas nada y sin la llanta derecha, el vehículo estaba tirado en la berma y a metros la cúster del hijo de puta haciéndose el inocente y peleando como un justiciero con la señora que manejaba la movilidad. Después no sé qué paso, se colgó la llamada, me dijo. Y entonces agregué: Y las niñas ahí (la movilidad es de un colegio de mujeres, el Juana Alarco de Dammert), llenas de ese rojo que causa nervios a cualquiera, llenas de ese rojo cagón lleno de dolor y mala suerte, o quizás, no fue mala suerte sino una actitud enferma y acelerada de un acelerado enfermo sentado frente a un timón que nosotros llamamos chofer (para mí, mejor suena malparido, ese tipo especialmente) que por un sol más quiso adelantar al carro donde estaban las chicas y en su juego estúpido e ignorante chocó. Así es, culminó mi abuelita. Ahora nuevamente no sabía qué decirle, ni qué hacer, ni nada. Pensando me fui a mi habitación, triste, sabiendo aunque sea que mi hermana ya no estaba sola, como nunca lo ha estado ni lo estará.
No recuerdo porqué tuve que volar al hospital, no recuerdo el motivo. Al llegar sólo quería ver a Anita, cómo estaba y qué era lo que le hacía falta. Entré a una realidad que duele ver, el sector de emergencias del hospital María Auxiliadora. Es imposible no sentirse mal viendo a niños llorando y caminando divagantes, sin rumbo alguno y sin que ninguna enfermera les preste atención. Es feo ver cómo atienden a los señores que no aguantaron más y en camillas los pasean de aquí para allá y de allá para acá con esos desgarradores gritos que aclaman una ayuda que nunca será hasta que se desocupe alguno de los cuartitos que más chiquitos no pueden ser o, en el peor de los casos, hasta que algún doctor se le ablande el bobo y diga yo mismo soy en uno de esos tantos transitados pasillos del hospital. Es horrible conocer la realidad pero menos mal que la conocí ya, para defender a capa y espada a esas personas que no tienen nada, ni unos zapatos que ponerse, que les hace falta un pan, que lamentablemente no supieron pensar antes de tener tres, cuatro o cinco hijos y ahora las ven negras, peor que antes. Esas personas, que aunque no sepan si uno más uno es dos, son grandes seres humanos porque ante las dificultades y obstáculos que la vida les puso, ellos siguen para adelante, no se achican, gritan, reclaman, joden, se defienden, luchan. Y entre todo ese mundo encontré a mi hermana, con unos esparadrapos en su cachete para tapar la herida, luego cicatriz que seguramente siempre llevará consigo (espero que no) y que le hará recordará aquel mediodía del siete de marzo, el mismo día en que Juan cumplía un año más de vida y estaba ahí, cuidando de su hija.
Salimos de esa cruda realidad sabiendo que Anita ya estaba bien pero que miles de personas más estaban suplicando una atención médica, porque de repente aquel señor gordo que ni su edad sabía y que yacía de dolor en esa camilla oxidada que, recomendablemente, mejor podía servir para llevar jeringas, guantes u otros utensilios médicos porque en cualquier momento se podía venir camilla y paciente abajo; sí, aquel pobre señor descalzo, quizá sentía que esos gritos de dolor que daba podían ser los últimos y los doctores pasaban y pasaban sin hacer ni mierda. Es que esto no es así carajo.
Llegamos a la casa a comer un poco. Anita estaba más tranquila, serena. Yo quería que no le faltara nada y que siga así, serena. Sé que ella es fuerte y no sólo por lo que ahora está pasando, sino por unos momentos en su corta vida que ocurrieron y que marcaron una huella en su alma y corazón. Pero ahí estoy yo para hacerla sentir bien, para que se de cuenta que no está sola, que nunca lo estará. Y ahí estoy yo para que nunca se trunquen sus sueños, para que cuando ella quiera abrir sus alas nadie ni nada se lo impida. Para eso estoy yo, porque la amo más que a mi propia vida, porque ella es una mujercita muy especial es mi ser: fuerte, bizarra, engreída, rebelde, buena, amorosa, hermosa, comprensible… porque ella sí es comprensible a diferencia mía. Ella es mi hermanita y nunca dejaré que nada malo le pase.
Ahora espero que estas líneas románticas, cursis, no la hagan llorar. No sería bueno para ella ni para mí.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Una crónica llena de sentimientos encontramos, vista de ese abismo del que tu vives. Buena crónica.


Isaac Oré.