Los Tulipanes.
Las tardes cuando salimos con una pelota y nos
vamos a la cancha.
La tienda de todos, la que nos salva del hambre,
Marcial.
Las chicas que se mudan a la vuelta y que están
para darles vuelta.
Para no olvidarme, la bolsa de chizitos que Marcial
tiene en su estante rojo desde hace treinta años, empolvada y con arañas.
Los chicos, con voz de mujer y escotes y
pantalones apretaditos, que se juntan para tomar güisqui etiqueta roja ya no ya
todas las noches en el 28.
Mis amigas que por feisbuc dicen que soy hermoso y
escribo bonito, pero que en la vida real pasan por mi lado escondiendo la cara.
Los Sicarios. Los Fríos. Los lanzas. Las motos
toneras con luces de neón que me vuelven loco con la misma canción, siempre.
Pedro Silva, la mía.
La caseta verde donde Julio entra todas las noches
y nos cuida, fuma y cuida, fuma y duerme y ya no cuida.
Julio. Brocha. Viejo. Duque. Una cajetilla de
veinte por dos lucas, por favor.
La Charapa que se muere por el chisme mañanero y
el despertar que se siente cohibido.
La Charapa y la Abuelita de Piolín, el dúo
magnífico, y Julio, que también pone la oreja algunas tardes frías, con un
Elephant entre los dedos.
Los Martínez y su parque de juegos que parece casa
familiar.
El Guagua. Pichi. Y esos proles que la sudan y
que comen solos, viven rudos.
El Villalobos.
El Valle Azul, bueno, sólo una vez y ¿qué ves?,
carajo, una chola tetona cagando, perdón.
El boulevard
de ahora, sin nadie, que ya no debería llamarse boulevard, no parece un boulevard.
El boulevard de antes, de viernes y
sábado, gentes y gritos y putas y drogas y ¡putamadre, qué bulla!
Los muros libres y altos que no existen pero que
viven en nuestros corazones, y que nacen al apretar un poco el aerosol.
El 513 y la pinta de Los Sicarios.
Pedro Miotta y el ron que me mató en un año nuevo
que no recuerdo con exactitud en estos momentos, porque otro ron me está
matando y uno de piernas también.
Los dos mercaditos que me hacen la vida más
simple, caminas poco, gastas poco, y encuentras todo en un solo stand.
El paradero de las motos discotequeras.
La pista por donde camino con cuidado, para que ninguna
discoteca rodante me cague la pata y otra extremidad más, porque ya me cagaron
las orejas y la cabeza.
Las calles de la Zona B, todas, por donde alguna
noche sociable, solitaria, pasé, algunas mañanas difíciles, con resaca, algunas
tardes cuando el sol reinaba, cansando de jugar a la pelota, cuando pasé, de
testigo ahí deben quedar las colillas de mis Pall Mall.
Paul. Guicho. El Negro. El Gordo que ahora es
flaco, sí, vamos, palito, pero nunca tanto. Cubito, que crece a diario. Chucho,
que la pega de malo con tremenda cara feíta, caquita. Diego y su Eclipse que sale
quemando llantas y regresa en grúa. Vinchenzo o como se escriba, Lechuza,
mejor. Cinco cinco. Topo y la competencia con Chucho por saber quién es el más pepa.
El árbol que me cobija, el que evita que la lluvia
me desmaye cuando sentado trato de escribir unas líneas, acompañado de una
chata de Cartavio, añejo, y unos fuegos en unos blancones, Malboro Gold, pues los
Pall Mall quedan en mi corazón y me acompañan en las nostalgias que a veces me
invaden cuando estoy en el barrio.