1
Son las cinco y media de la mañana (madrugada para
mí). Giannina toca la puerta de mi cuarto y como no encuentra respuesta, entra,
agresiva. Me ve echado, durmiendo, tranquilo, cansado de una noche ajetreada,
activa. Es osada al despertarme, “levántate, chiquito del demonio, levántate,
carajo”, me dice. Yo no abro los ojos, “si me levanto, haré las cosas mal, ¿tú
quieres que haga las cosas mal, querida madre?”, digo. Después de unos segundos
escucho sus pasos yéndose. La puerta se cierra. Abro los ojos. Hago un esfuerzo
para pararme. Pongo el seguro. Me vuelvo a echar a la cama. Y soy, nuevamente,
feliz.
2
Es la una de la tarde. Estoy en el instituto. Presto
atención a las clases como nunca. De pronto mi celular empieza a vibrar. Toda
mi pierna empieza a vibrar y me asusto. Saco el celular del bolsillo derecho de
mi pantalón. Me doy cuenta que es el Nextel y no el Movistar, y yo muy raro que
use el Nextel porque más me llaman al Movistar. Miro el número y no es de
alguien conocido. No respondo y guardo el móvil. Después de dos minutos vuelve
a joder el aparato pero ahora empieza a sonar, fuerte, un sonido chillón,
espantoso. Es una alerta la que me han mandado. Todo el salón se da cuenta que me están alertando y yo no sé
dónde esconderme y dónde tirar la máquina, el profesor me achora con su mirada
directa, cagona. Saco el Nextel y veo que en la pantallita dice: Vieja, tu
terror! (así guardé su número en mi directorio). No esperé ni un segundo más y
abrí conexión: “¿Qué pasó, mamá?, pregunté, con voz baja, “Fabrizzio, no te
vayas a olvidar que tienes que llegar temprano a la casa porque tienes que
almorzar a tu hora, después tienes que limpiar el baño, la terraza y la
fachada. No te olvides, carajo. Estudia y anda temprano.” No me dijo chau, sólo
cerró la conexión. Me cagó. Me gritó. Y todo el salón escuchó a mi mamá
gritándome por el Nextel. El profesor mandó al break quince minutos antes de
que toque el timbre. Al salir me llamó un momento: “¿Podemos hablar,
Velaochaga?”, me dijo, casi al oído. No hubo clases después del break, el
profesor y yo nos fuimos a una cafetería miraflorina y hablamos de cómo su mamá
lo trataba a mi edad. Hubo lágrimas más que risas.
3
Son las siete de la noche. A mi mamá le fue mal en
su trabajo, lo sé por la voz con la que me habla. Me grita. Me manda. Me
carajea. Si hago algo bien, busca la sinrazón y me grita también. Hago la cena,
cocino rico, en la mesa nadie habla, nadie, no miro a mi mamá, ella no me mira
a mí tampoco, mis hermanos, mudos. Terminando la cena me levanto primero y
llevo todo a la cocina para empezar a lavar. Lavo todo, dejo todo tiza,
reluciente. Me dan ganas de dormir, estoy muy cansado. En mi cuarto estoy
escribiendo algo y de pronto mi mamá entra, intempestivamente: “Fabrizzio,
carajo, anda a dormir de una vez que mañana tienes clases”. Otra vez no dijo
chau. Otra vez me gritó. Creo que si en un día, en un incierto día, mi mamá no
me grita, al caer la noche, como a las siete u ocho, yo tendré que ir a su
cuarto a gritarle: “carajo, mamá, qué te pasó hoy, ni un puto grito” e irme sin
el chau correspondiente.
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