La peor vejez es la del espíritu.
William Hazlitt.
Desesperadamente quiso reincorporarse, pero jamás tuvo
las fuerzas de antes. Y se quedó ahí, tirado, casi inerte, viendo todo desde
abajo, como cucaracha boca arriba agonizando, esperando la hora del triste
desenlace, cuando espera la muerte bajo la suela de una zapatilla que sin asco
la hace crujir.
Yacía en su cama desde hacía buen tiempo. Sus brazos no
respondían sus tristes llamados. Sus piernas no le hacían caso, y la tembladera
volvió con más fuerza en la zurda, esa zurda que alguna vez hizo delirar a los
hinchas del cuadro blanquiazul.
Se había vuelto viejo. Su cabello lleno de canas
confirmaba su vejez prematura. Su pecho lleno de pelos largos, lo hacían ver
descuidado, dejado consigo mismo. Tenía barba filuda, que picaba en el beso de
saludo. Sus ojos pardos bizqueaban, no estaban en sí. Los dientes se le habían
empezado a caer, y los que le quedaban, amarillos por el consumo diario de
tabaco, los mostraba con una sonrisa pendenciera cuando algún osado entraba en
su habitación de olor nauseabundo, mortífero.
Si necesitaba algo, gritaba, y luego tosía por la energía
que descargaba al gritar. Tenía una mesa de noche en cada lado de su cama que
rechinaba en cada movimiento que hacía el pobre hombre. En la mesita de la
izquierda, un celular aguardaba para algún llamado de auxilio. En la otra mesa,
una botella de ron y un par de hojas y un lapicero para escribir lo que
recordaba, sus años mozos, decía, y su herencia que nunca terminó. Un cuadro
grande se posaba justo arriba de la cabecera de su cama. Toda la habitación era
oscura, y cochina; las ventanas siempre paraban cerradas y con las cortinas
sucias.
De aquella noche no pasó, o no quiso pasar. Sintió que ya
se iba, cuando veía que el cielo caía sobre sus hombros y alguien lo llamaba,
quedándose estupefacto. No hizo nada. En esos pocos segundos, sólo recostó su
cabeza en la almohada de seda y volteó a ver las hojas a medio escribir. Nunca
hizo nada. Sólo esperó, y esperó. Soñó con un ave, con un fénix, escuchó una
voz, vio una sombra, sintió un escalofrío recorrer su cuerpo nervioso, voló por
los aires, se sentó en una nube pomposa, gritó, lloró, se cayó y jugó con las
estrellas de la noche, en pleno cielo infinito. Y se sintió muerto, mientras
tenía los ojos cerrados, echado en su cama de fierros viejos. Y se sintió ido,
pero aún no se había ido, para siempre. Y de pronto jugó con sus nietos y
recordó que su hijo le decía por teléfono que esperara su llegada, que no se
vaya antes; y lloró por siempre en su estadía en el firmamento eterno.