sábado, marzo 03, 2012

MIRAFLORES SOMBRÍO



A Italo Calvera.

Contemplé el anaranjado del sunset desde el viejo malecón chorrillano. Jugué con mis dedos flacuchentos que sudaban por el nerviosismo cursi que ocasionó el hablar contigo por teléfono. Me sentí maravillado. Me sentí volando. Me sentí un tonto cursi. Y el recuerdo de esos besos apasionados que las escaleras de mi casa notaron aquella loca noche, sintiendo resbalar nuestros cuerpos llenos de temblores, cayendo escalón por escalón, entre risas y gemidos.

Tu llamada me encontró agazapado en los brazos de un amor que sólo se queda en palabras. Un amor que no correspondo, ni podré hacerlo. Tu voz dulce es el amor que hace algún tiempo pude tener, y espero volver a tener. Un regalo mágico fue pegarte a mi pecho y encadenarte con mis brazos tibios, besándote en la frente. Una conexión a lo utópico, el intercambiar palabras, aunque inútiles por el miedo y la tartamudez, pero que dejaron la sensación de una caricia en mi rostro demacrado; tu mano que apaciguaba los temores por la noche negra en que vivía.

Llamé a Steven. Pregunté por Isaac. Me confundí de número. Llamé a Isaac. Pregunté por él. Estoy en el Kennedy, le dije. Espérame, me dijo. Esperé. Nunca vino. No quise llamar a nadie más. No quise esperar un minuto más. Me paré, como grogui. Pensé ver a Isaac. ¿Steven?, le dije. Soy Antonio, brother, no te conozco, me canceló en one. 

I estaba conmigo. Yo pensaba en ti. La negra nos agarró caminando por Miraflores. Hamburguesas en Bembos. Pasos tristes en Kennedy. Reposar frente al Downtown. Los chicos con hormonas alteradas agotaban su aliento en cada beso. Manos juguetonas provocaban risas entre los gay corajudos. No le temían a los serenos que deambulaban a paso cansado por esas calles concurridas. Los miraban. Reían. Se besaban. Se tocaban. Lárgate, gritó uno. De pronto, la pulcra Hilux paró la marcha, el sereno bajó la ventana, llamó al arrebatado, que se acercó a pasó garbo. Hablaron. Nada se escuchó. El motor de la camioneta volvió a rugir. La ley se apartaba. El muchacho con rayitos rojos en el pelo empezó a reír a carcajadas, mirando el pasar de la camioneta que el gremio burlaba. Se besaban. Nos miraban. Se acercaron dos muchachos: uno, de acento selvático, y otro, de polo rojo bien ceñido a su cuerpo fornido y lentes oscuros. Reímos. Parlamos. Y también fuimos parte del gremio.

Huimos presurosos, fingiendo sonrisas y mandando besos volados que se perdieron entre las nubes de humo green que empezaba a notarse en la fría noche miraflorina. Encendí un porro de marihuana que mis largiruchos dedos encontraron en el bolsillo de mi short de mil batallas. I no fumó. Caminamos lento, por donde la oscuridad se posaba. Apresuramos el paso. El mismo seremos de hace un momento pasó por nuestro lado, barriéndonos desde las zapatillas hasta el último pelo trinchudo que gustamos llevar. Los miramos con una sonrisa pendeja. Pisó el acelerador. No lo vimos más. Paramos en la esquina de Benavides con Larco. Gringas con minifaldas negras provocaban a mis virginales ojos pardos. Agarramos Larco en busca de un par de cervezas que nos refresquen la garganta y nos enfríen la cabeza cachonda que comenzaba a albergar pensamientos rojos. Nos sentamos en el Parque Kennedy. La Lucha estaba repleta. Las cervezas nos calmaron. I miraba el parque como tratando de encontrar un recuerdo grato. Yo miraba el parque y recordaba cuando nos besábamos de una a dos, religiosamente. Un gringo alto, con pelos como púas se acercó a nosotros. Nosotros… querer coca, nos dijo, hablando un español masticadazo, pero pausado y en voz baja. Por acá no sé dónde conseguir, respondí. Le regalé una sonrisa y se fue devolviéndome la gracia. Se sentó en la banca continua. Nos miramos. Sonreímos de nuevo. Cambiamos una Cuzqueña por una Corona. Parlamos. Y un porro grueso de hierba sacó el gringo del canguro que llevaba en la cintura, y empecé a hablar en inglés, entre risas y toqueteos amariconados. 

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