A mi padre.
Cuando llegó a su habitación, percibió todo distinto. La cama destendida aumentaba el fastidio con el que se había despertado a la siete con veinte. El televisor prendido con el volumen por las nubes, que cierta tarde su padre le había regalado, siguiendo con la flecha familiar, mencionando que el suyo lo había recibido de un alemán que albergó y así llegó a él, alteraba sus sentidos provocando un circo de risas chillonas dentro de su cabeza, en compañía de esos golpecitos como de martillo en la sien que lo hacían perder el rumbo. El cuadro del payaso multicolores que alguna vez pintó un italiano, amigo de su abuelo, yacía en el piso echo añicos, agonizando sus últimas horas, esperando el encuentro con su contemplador que al verlo cayó de rodillas derramando lágrimas al recordar los dieciocho años que lo situó en la pared de tributo de su pequeña habitación oscura. La ropa regada por todos lados lo malhumoraron más.
Cerró la puerta. Todo estaba raro. Caminó, lentamente, hacia la cama. Tenía sueño. Cada paso que daba era un bostezo más largo que el anterior. La habitación se hacía más oscura y en cierto momento, cuando el reloj que tenía sobre su velador marcó las cinco con diez de la tarde, la habitación fue una verdadera cueva, aun con las ventanas de par en par. Todo quedó en silencio. Se asustó. Suspiró, y empezó a sudar. Cerró los ojos, y se desplomó sobre la cama.
Creyó haber despertado. Miró en todas las direcciones. Todo seguía igual. Una voz femenina dando gritos desesperados lo alteraron, se paró y dando tumbos llegó a la ventana que permanecía abierta; y no escuchó nada. Algo está pasando, todo es tan raro, dijo, refugiándose en el silencio que reinaba en el dormitorio. Segundos después, silbidos musicalizados se empezaron a escuchar en el otro departamento. Desesperado, se echó nuevamente en la cama para encontrar el sueño impedido. Parpadeaba. Pensó estar soñando. Miraba el techo. No sacaba la mirada de un punto fijo. No parpadeó más. Divisó con gran admiración una minúscula araña que tejía su tela con impresionante rapidez. Contempló el animal. Sus cinco sentidos estaban puestos en el insecto. Mantuvo los ojos abiertos siempre. De pronto, notó que la araña aumentaba de tamaño, se hacía más grande y sus patas crecían desproporcionadamente. El pánico le llegaba de poco en poco. Eso sí, estaba impresionado. El insecto bajaba, lentamente, colgándose de la tela de su propia producción. Y mientras más bajaba, más crecía, sin una forma definida; y los ojos del arácnido, grandes, en cuestión de segundos, estuvieron frente a su rostro pálido. De su frente caían gotas de sudor como si hubiese corrido cincuenta kilómetros, ida y vuelta. Despavorido, empezó a gritar, clamando auxilio. Y la araña seguía ahí, frente al joven, mirándolo con miedo.
El despertador sonó a las siete con treinta, exactamente. El muchacho despertó y, soltando un suspiro de alivio, notó que todo siempre estuvo bien.
No hay comentarios:
Publicar un comentario