Me siento solo. Siento la soledad en mi desayuno diario, a las siete; que se sienta conmigo en la mesa, que me habla, que me escucha. Siento que jugamos cuando despierto y digo 'un ratito más', echado en la cama, como piurano al sol. Y es que en cierto momento que no tengo en la memoria, la soledad (o la doña, como suelo susurrarle), se metió en mi vida llegando a ser mi vida, entera, casi totalmente, en poco tiempo.
Decía que siento a la doña en la primera comida del día. Pan con soledad. En la mesa redonda nos sentamos disciplinadamente, sin hacer ruido alguno, respetando el silencio que ya sabe gobernar. Y ya empiezo a comprenderla. Y es que siento la soledad en cada paso que doy, en cada palabra desilusionada que lanzo al viento, cuando, de pronto, estoy con la doña.
Estamos juntos. Ahora mismo, estamos juntos. La casa está para nosotros dos. Le susurro versos que leí en un librito que tengo guardado en mi estante love me. Me miro en el espejo, y juego; realizo muecas estúpidas que sólo me celebra ella. Una sonrisa fingida se deja notar en mis rostro. Una máscara pesada, llena de tristezas e incertidumbres, se pone en mi cara, fija, como entornillada, y de un momento a otro, la siento mía.
Desde hace tres meses que no fumo, pero si un pitillo se cruzara en mi camino, en estos tiempos parcos, fríos, no pararía hasta fumarme tres o cuatro cajetillas de veinte. Desde hace tres meses que escribo sin fumar, pero tomando una copita de pisco, que de sorbo en sorbo, me envuelve en cada pasaje de esta novela de ficción que llamo vida; aunque la realidad siempre supera la dicción y la puta que te parió.
Me he acostumbrado a convivir con el silencio. También es parte de mí. Pensar. Jugar. Llorar. Reír. Vivir. Sobrevivir... en silencio. Estamos juntos. El teléfono no suena. La televisión está apagada desde hace mucho. La única música que suena es la de la Radio Mágica, cuyo dial es mi mayor secreto. Las pisadas no se escuchan porque camino descalzo. Los ladridos de Diana, se confunden con las risas chillonas de Los Cabritos, que salen a corretear al patio del Acapaulco, desde las tres, religiosamente, todos los putos días.
Y yo ahí. Aquí. En medio de nada. Pero ya me acostumbré. La doña y yo (suena elegante como título para mi próxima ficción; y qué raro que sea mi realidad... qué mierda). Entonces la soledad, desde algún momento, se confundió en los pasajes de mi vida y ahora es ella. ¿Buscar la felicidad? Pero cómo te hago entender... como la salsita rica, miss. Son las doce de la noche, escribo no sé qué, el silencio gobierna... cómo te hago entender... qué más te puedo decir...
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