Con gesto compungido,
fui a votar solo.
Había tomado la noche
anterior. Había tomado ron, güisqui y tres chelitas al polo para terminar el
festejo del cumpleaños de un amigo del barrio. Tomé y tomé, y en algún momento
que no recuerdo, pregunté a la multitud: pero qué, ¿acaso hoy no es Ley Seca?
Se rieron de mí. No sé si por mi borrachera o por tremenda conchudez de hablar
de leyes si estábamos chupando como condenados. También sonreí. Lo único que me
quedaba. Y me serví un poco más de ron con Coca-Cola y prendí el quinto cigarro
que fumaba en toda la noche.
Y así desperté, con la
boca pastosa oliendo a ron y a chelas, y mi polo y mi pelo trinchudo, oliendo a
cigarro no tan barato. Olvidé completamente que ya había llegado aquel domingo
que esperaba tanto. Iba a sufragar por primera vez, me iba a sentar solísimo en
una cámara y encerrado, pensando bien y marcando tranquilo, iba a decidir,
seguramente, el futuro de Lima, el de Susanita Villarán, y quizás el de tanta
gente que no sabe qué hacer y dónde está parada. Participaría en una
Revocatoria, que después de hablar con tanta gente metida en esto, entendí que
era pura pantalla, que había alguien detrás, que alguien -muchas personas,
mejor dicho- querían beneficiarse y que por eso, se estaban rajando las
vestiduras que muy limpias no las llevan. Una Revocatoria, con pinta de
venganza y puntitos amarillos de corrupción, por aquí y por allá, por donde se
le vea o se le quiera mirar. Un proceso promovido por un inepto Marco Tulio que
ahora dice que no ha perdido porque nunca compitió (perdóneme, todos, pero ¿esa
no es una típica frase del perdedor dolido con el corazón roto en su propia ley?
No, cómo pensar eso, ay, carambolas, qué tonto soy, tontos todos, pues…).
Me lavé la cara con
agua muy fría. Eran como las doce y la gente ya se alborotaba en las calles
para llegar rápido a donde tenían que sufragar. Veía, por el noticiero, que los
buses pasaban repletos, que los choferes, aparte de renegar, ya estaban
cansados de hacer sonar su chicharra tantas veces seguidas, y que los
cobradores, que mayormente eran jóvenes de 15 o 16, ya no llamaban gente porque
la voz se les iba en gritarle al auto de adelante para que le dé un chance para
entrar y seguir la marcha. Pero nadie cedía. Las bocinas reventaban las orejas
de los pobres transeúntes que a paso ligero querían llegar, y votar. Y los
autos no se chocaban de milagro. Tremendo caos en las calles, todo captado por
el lente de la cámara del gran joven reportero que le ha tocado -infelizmente
para él pero qué gratificante- cubrir este pandemonio.
Salí a la calle
caminando lento, caminando solo, caminando ebrio. Llevaba el DNI en la mano.
Unos lentes negros cubrían la violación de la ley en mis ojos (en mi sangre,
tal cual). Sorteaba a los que pasaban como camiones en plena estrecha vereda.
Ni los veía. Ni me veían. Era una marcha de los que iban y los que venían. Los
compungidos, los que insultaban, los alegrones, los que iban en bicicleta, los
que esperaban, los que iban con sus amigos, con la enamoradita de turno, los
malcriados, los que vociferaban su voto por todo el camino, los que te
preguntaban por quién ibas a votar, los que no querían decir nada, los que
hablaban del tono de ayer, los criticones, los pacíficos, los aburridos, lo que
tenían a la señora madre del gran Marco Tulio en la punta de lengua. Estuvieron
todos los que quisieron estar. Algunos, por noticias posteriores, no estuvieron
porque se les pegó las sábanas y la irresponsabilidad tocó su puerta de
habitación. Otros, prefirieron hacer caso omiso, pagar sus 74 soles de multa y
cagarse de la risa de los que sí cumplimos un deber cívico, una fiesta popular,
un jolgorio de insultos a los promotores de esta tonta revocatoria, y que ahora
se esconden pero dicen no haber perdido, que no compitieron, cuando en el
primer mes ya habían comprado el Kid de Revocatoria, porque jamás esperaron,
porque en política se conoce la real venganza y el real puñal hecho hombres y
mujeres con voz fuerte y labia impresionante.
Y pues, entré al
colegio Saco Oliveros tras esperar como treinta minutos en una cola que no
avanzaba pero sí retrocedía. Busqué mi mesa, subí tres pisos, esperé, esperé,
esperé, como una hora más y seguí esperando… entré, me demoré un minuto y medio
en votar y firmé, mi huella, documento, sticker y salí. Siempre con los lentes
negrísimos. Bajé las escaleras, tres pisos, no esperé tanto para salir del
colegio. Prendí un cigarro y suspiré por haber votado por primera vez. Alguien
me miró muy raro. Alguien, creo que me conocía, y a la vez, se avergonzaba de
mí. Y un policía comenzó a decir que despejen el área, que sólo iban a entrar
los que iban a votar, sin acompañantes, por favor, a esperar afuera… Y yo,
completamente solo, enrumbé hacia el barrio donde crecí a cerrar la Ley Seca
con tres chelitas celebrando mis primeras equis para unirme a los que están en
contra de la Revocatoria y esas jugarretas de mala mano, floro barato y
chorreos de platita que siempre llega sola.
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