Perico recién había cumplido los catorce y ya iba al estadio solo desde hacía un par de años. Lavaba carros en una avenida principal de Lima para poder conseguir el dinero que le ayudaría para comprar la entrada a la tribuna popular. Lavaba todos los carros posibles cuando el semáforo se pintaba de rojo y los choferes sacaban el brazo zurdo que hacían descasar en el marco de la ventana. No les hablaba, de frente chisgueteaba agua con shampoo y pasaba una herramienta como un rastrillo o una escobilla y sacaba todo el jabón del vidrio delantero, luego le pasaba un trapo seco y de algodón por las puertas y volvía a limpiar los vidrios con un poco de hojas arrugadas de cualquier periódico de modelos para dejarlos como un cristal reluciente. Cuando se acercaba al chofer, algunos le daban ripios, otros, monedas de cincuenta y raros eran los que le daban un sol, hasta cinco soles. Guardaba el dinero rápidamente y agradecía, siempre cortés. Todo lo que le daban lo metía en un canguro que le colgaba de la cintura, bien amarrado por detrás y asegurado a su pantalón con un candado porque esa avenida muy transitada de Lima quedaba en La Victoria y habían muchachos que eran mayores que él, más sabidos, pendencieros para lo malo, para lo que –gracias a Dios y su buena cabeza– el muchacho nunca cayó.
Había llegado el sábado que jugaba su equipo de local y como siempre Perico iría al estadio. Tenía el dinero completo para comprar las entradas y le sobraba un poco más para el pasaje y una gaseosa mezclada con agua de caño que vendían en las graderías. Eran las ocho cuando despertó en la banca fría de un parque lleno de árboles, se sentó, bostezó y revisó si tenía consigo su canguro marrón con más bolsillos que monedas. Cuando lo sintió consigo se paró lentamente y estirándose volvió a bostezar produciendo un rugido que lo despabiló y lo hizo entrar en sí. Sacó de su viajera y vieja mochila la camiseta de su equipo y se la puso cumpliendo una ceremonia como religiosa cada vez que juega, porque si no se la pone desde que abre los ojos el día que juega, le va mal, no gana, hasta pierde por goleada.
Perico caminaba por la plaza, por sus calles, sus callejones. Sabía por dónde caminar, no era tonto, sabía por dónde meterse con la camiseta de sus amores, no se metía por barrio ajeno como para que lo saquen corriendo y a pedradas. Además, el muchacho tenía amigos por todos lados, todos lo conocían y los saludaban, sabían quién era y que no se metía con nadie. Algunos que eran hinchas del mismo equipo le hacían barra porque sabían que siempre iba para el estadio y el muchacho en su andar apurado les gritaba o les decía vamos o simplemente les hacía una seña con la mano sonriéndoles, porque después no podía ni hablar de tanto que gritaba en la tribuna y quedaba tan ronco y afónico al día siguiente del partido. Y caminaba lento o rápido para llegar al estadio por lo menos una hora antes, hacer la fila y entrar. Se cruzaba con mucha gente, mayormente gente de edad que le decían cuidado muchachito, o también se cruzaba con otros chicos con los que jugaba pelota y él les decía vamos al estadio y ellos le decían que no, que papá no les había dado propina o que no les dejaban ir a esos lugares, entonces Perico les decía que no importaba, les hacía adiós con la mano y seguía el ritmo de su andar callejero.
Cuando llegaba al estadio, lo primero que hacía el muchacho era comprarse algo para comer, quizás un platito hecho al instante de arroz chaufa o una galleta soda vainilla. Los días que iba al estadio no almorzaba, no le alcanzaba la plata, le quedaba lo justo para ir, regresar y darse un gusto de bebida en el medio tiempo mayormente. Comía lo que podía encontrar con menos de tres soles, si era más tenía que irse caminando. Comía rápido para que nadie pudiera quitarle, mirando a todos lados y por primera vez se veía el miedo en sus ojos saltones y tristes. Caminaba hacia la cola, saludando a todos los que le gritaban o silbaban porque también lo conocían: oye, coloraito, se escuchaba; vamos, Periquito, siempre alentando, siempre viniendo, esto es un hincha, carajo, le decían los más viejos. Él le sonreía a todos y saludaba haciendo señas con la mano, raras veces decía hola a los muchachos pero nunca olvidaba el qué tal, señor, hoy ganamos como sea, para los mayores. Por eso siempre le tenían aprecio, porque Perico era respetuoso, sabía hablar y tratar a la gente y nunca perdía la sonrisa desde el primer auto que lavaba hasta que salía del estadio para volver a la banca del parque a descansar un poco.
En la cola siempre le hacía el habla a los señores, ellos le hacían quecos, lo cuidaban, lo hacían pasar como uno de sus hijos para que la policía no lo boten o no lo tomen de pirañita, mientras él les contaba que para venir a ver a su equipo lavaba unos cuantos carros para solventar la entrada, que no tenía papá ni mamá, que no quería recordarlos tampoco. Los señores le decían que regrese a su casa, que era muy guagua para estar en la calle solo, él les decía que para qué, que su casa era un parque con árboles enormes, que su cama era una banca bien cómoda bien chévere y que estaba feliz. Así, mientras esperaba en la cola porque las puertas aún estaban cerradas, les contaba su vida a muchos, por eso era tan conocido y de una manera u otra respetado, porque sabían que antes de estar parado en la cola tuvo que pasar un vía crucis en la esquina de alguna avenida para pagar su entrada y comer en el día, él solo, el mismo, sin ayuda de nadie.
Y cuando ya había pasado por lo menos hora y media de esperar en tremenda fila que llegaba hasta la otra avenida porque el equipo jugaba con el puntero del campeonato, las puertas se abrieron lentamente mientras alguien gritaba, por dentro, tremenda frase como disco rayado: péguese a la pared, fila de a uno, entradas a la mano… péguese a la pared, fila de a uno, entradas a la mano… Y la fila comenzó a avanzar con Perico que con una sonrisa como dibujada en su rostro, empezaba a tararear los cánticos de la barra que esperaba a la gente al son y ton de las tarolas y trompetas.
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