La calle está fría de tantos cuerpos jóvenes
inertes que caen como si fuera un juego cada viernes a las diez. Los
brabucones, muchachitos furiosos y rebeldes, los que dicen ser batutas y
pulentas, siempre van adelante, comandando la tropa loca de lanzas que sólo
saben decir te cagaste conchetumadre
o préndela, cúrala, causa, apuntando
con el dedo índice a quien lo mira grueso o conocen por algún motivo.
La madre se queda en casa, asustada, sabiendo que
su retoño está tirando piedras en algún barrio enemigo o parando para ser visto
como guapo. La madre sabe que su hijo consume mariguana y cualquier otra droga
que sus amigos le digan es buena
estando en la escuela, pero se hace la ciega, la que no sabe ni ve nada y sólo se
resigna a preguntarle qué tal tu día
cuando el chico regresa a las cinco de la tarde, con la camisa ensangrentada, teniendo
el colegio a dos cuadras. La madre, sabe, con ojos llorosos, que su hijo ya no
va a la escuela hace un buen tiempo.
El padre sabe que los golpes no le harán nada al muchachón,
al contrario, esos golpes o palazos que reciba a las once o doce de la noche,
lo ayudarán para mantenerse despierto toda la madrugada y meterse un bate para
viajar a donde mejor le parezca, claro está, muy lejos de su casa donde el
chico piensa lo odian y no lo quieren. El padre cuando llega de trabajar,
cansado, va al cuarto de su hijo que echado escucha esas canciones que sólo
hablan de sexo y mujeres y drogas. El padre no puede hacer nada. Si le pega, si
le quita el reproductor, él sabe que el chico no se quedará tranquilo y si no
se lo devuelven a tiempo, buscará otro aparato por sus propios medios, como él
mejor sabe conseguirlos.
Salgo de noche a ver qué pasa. No fumaba hace
mucho. Me siento en una banca del parque que está a la espalda de mi casa y
pienso que debería repetir estos instantes. Ese lánzala lo escucho por ahí y allá, por aquí, detrás mío, lo escucho
de mi boca, hasta que ya no lo escucho más. Los muchachones se juntan desde las
ocho y también desde esa hora la cancha de loza se convierte en el aeropuerto
del barrio, con humos negros zigzagueantes flotando muy cerca de allí, acompañados
de risas absurdas, y mierdas y carajos a montones, hasta más que eso.
Una sirena de policía los pone alerta. Guardan lo
armado y hacen como si estuvieran hablando de lo más normal. Hay charcos de
agua por el centro de la loza y los que ya están en fa empiezan a saltar y
salpicar agua, provocando la carcajada en la multitud alegre y poseída por el
verde.
Saben que están listos. Saben que contra ellos,
nadie. Enlazan sus manos como si fueran reos esposados pero sin esposas ni
tombos atrás y caminan sacando pecho. Ya no ríen fácilmente. Cada pisada que
dan es una pisada menos si no le salen las cosas bien. Todos los carros y motos
son enemigos ahora. Aceleran el paso y cruzan la pista. Empiezan a correr.
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