martes, julio 12, 2011

EL LANZA


La calle está fría de tantos cuerpos jóvenes inertes que caen como si fuera un juego cada viernes a las diez. Los brabucones, muchachitos furiosos y rebeldes, los que dicen ser batutas y pulentas, siempre van adelante, comandando la tropa loca de lanzas que sólo saben decir te cagaste conchetumadre o préndela, cúrala, causa, apuntando con el dedo índice a quien lo mira grueso o conocen por algún motivo.

La madre se queda en casa, asustada, sabiendo que su retoño está tirando piedras en algún barrio enemigo o parando para ser visto como guapo. La madre sabe que su hijo consume mariguana y cualquier otra droga que sus amigos le digan es buena estando en la escuela, pero se hace la ciega, la que no sabe ni ve nada y sólo se resigna a preguntarle qué tal tu día cuando el chico regresa a las cinco de la tarde, con la camisa ensangrentada, teniendo el colegio a dos cuadras. La madre, sabe, con ojos llorosos, que su hijo ya no va a la escuela hace un buen tiempo.

El padre sabe que los golpes no le harán nada al muchachón, al contrario, esos golpes o palazos que reciba a las once o doce de la noche, lo ayudarán para mantenerse despierto toda la madrugada y meterse un bate para viajar a donde mejor le parezca, claro está, muy lejos de su casa donde el chico piensa lo odian y no lo quieren. El padre cuando llega de trabajar, cansado, va al cuarto de su hijo que echado escucha esas canciones que sólo hablan de sexo y mujeres y drogas. El padre no puede hacer nada. Si le pega, si le quita el reproductor, él sabe que el chico no se quedará tranquilo y si no se lo devuelven a tiempo, buscará otro aparato por sus propios medios, como él mejor sabe conseguirlos.

Salgo de noche a ver qué pasa. No fumaba hace mucho. Me siento en una banca del parque que está a la espalda de mi casa y pienso que debería repetir estos instantes. Ese lánzala lo escucho por ahí y allá, por aquí, detrás mío, lo escucho de mi boca, hasta que ya no lo escucho más. Los muchachones se juntan desde las ocho y también desde esa hora la cancha de loza se convierte en el aeropuerto del barrio, con humos negros zigzagueantes flotando muy cerca de allí, acompañados de risas absurdas,  y mierdas y carajos a montones, hasta más que eso.

Una sirena de policía los pone alerta. Guardan lo armado y hacen como si estuvieran hablando de lo más normal. Hay charcos de agua por el centro de la loza y los que ya están en fa empiezan a saltar y salpicar agua, provocando la carcajada en la multitud alegre y poseída por el verde.

Saben que están listos. Saben que contra ellos, nadie. Enlazan sus manos como si fueran reos esposados pero sin esposas ni tombos atrás y caminan sacando pecho. Ya no ríen fácilmente. Cada pisada que dan es una pisada menos si no le salen las cosas bien. Todos los carros y motos son enemigos ahora. Aceleran el paso y cruzan la pista. Empiezan a correr. 


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