miércoles, diciembre 14, 2011

LA ENTREVISTA DE LA VIDA


Es viernes y el director del periódico para el que trabajo me ha encomendado hacerle una entrevista a Beto Ortiz, por este tema de los nuevos Ministros y el rollo de Chehade, que ya me empieza a oler a cortinilla de humo. Es un trabajo duro, lo sé. Esta entrevista debió de hacerse hace dos semanas, pero el polémico periodista aplazó la fecha porque se le presentó un problema en su agenda y nosotros tuvimos que aceptar, quedándonos con nuestro enojo y desazón.
Son las nueve de la noche y estoy en mi carro, camino a Miraflores. Una fuente confiable me ha mandado  un mensaje a mi correo diciéndome que Ortiz ya llegó al Marriott, donde pasa las noches. Es raro que pase sus noches en un hotel, pero es así. En realidad pocas personas saben que Ortiz ‘vive’ en un hotel. Muy pocas personas saben que Ortiz pasa sus noches, solo, unos días y en compañía de sabe quién, otros, en un hotel cinco estrellas con una maravillosa vista al Mar de Grau.
Busco en la guantera el disco de música criolla que años atrás me regaló un amigo de Perú Negro, agrupación de danza nominada al Grammy. Lo encuentro. Lo pongo en el reproductor y la música empieza a entrar en mi alma y veo la pista de otra manera: más amplia, más limpia, menos negra, sin carro alguno que joda con ese claxon chillón que conduce a la locura. De pronto, suena La flor de la canela en la voz de la gran Luchita Reyes y nace en mí una sonrisa de antaño, de esas que no mostraba hace mucho. Subo el volumen y el auto parece La Peña del Carajo con cuatro ruedas en plena avenida Pedro de Osma, en Barranco.
El rojo de un semáforo hace que me detenga. En eso un grupo de niños con ropas viejas empiezan a tomar la pista, un grupo de cuatro, logré percibir. Dos hacían malabares: primero pelotas, de dos y de de tres, luego cuchillos, y para terminar, cuchillos con puntas de fuego. El miedo se apoderó de mí. Conforme pasaban el nivel de dificultad, más boquiabierto me quedaba, botando baba y todo lo que conlleva. Sudaba. Me temblaba todo. Bajé el volumen del reproductor y la criollada quedó en un segundo plano. Esos niños no pasaban los diez años y tenían que trabajar para sobrevivir, eso estaba claro, lo tenía claro. Entonces una interrogante surgió en mi cabeza, que no me dejó tranquilo hasta que llegué a hablar con uno de ellos.
Hola, le dije al pequeño que se me acercó, con miedo y temor al extender el brazo para pedirme dinero. Toma, le di cinco soles. Espérame un rato. Voy a estacionar mi auto más allá y conversaremos ¿Te parece? El niño corrió hacia el grupo. En su mirada notaba inseguridad, desconfianza, y era lo normal, lo que esperaba; yo soy un total desconocido para ellos, pero sólo quiero hablar, que me cuenten por qué hacen esto y si puedo, ayudarlos en algo. Y en este preciso momento me estoy dando cuenta que la entrevista con Beto no se concretaría y el Director del diario me botaría por no colmar sus expectativas.
Estaciono el auto. Me bajo y con una pelota en la mano voy donde está ese grupo de pequeños artistas. El niño que me pidió dinero se cohíbe. Los demás me miran con rabia, sus ojos muestran la ira que llevan dentro.
-      Chicos, soy un periodista. Sólo quiero hacerles unas cuantas preguntas y jugar con ustedes.
Ahora la mirada de los niños se dirige al balón que traigo. Uno, que parece ser el mayor, corre hacia mí y me quita la pelota sin decirme nada. Empiezan a jugar, a correr, se olvidan de los malabares y sólo juegan.
-      Entonces, ¿por qué trabajan?
El mayor, que corre tras la pelota mostrando un dominio para el juego, grita: Porque si no lo hacemos, Juana nos pega. Me quedo pasmado. Lo dijo sin mostrar un gesto de tristeza, dolor, frustración, nada. Ahora ríe, corriendo tras el balón que parece vuelve a patear desde hace mucho tiempo.
-      Y ¿cómo se llaman?
Pregunto con miedo. No quiero interrumpirlos en su alegría. Carlos, grita el mayor. Escucho una risa. Todos empiezan a carcajear. De pronto los otros tres se hacen notar: Miguel… Josué… Pecas…
-      Carlos, ¿te puedo hacer unas preguntas?
Pienso que mi petición es absurda. El chico nunca dejará el juego por venir a hablar con un extraño, pienso. Los niños calan. Sólo se escucha el claxon de los autos y buses que pasan a pocos metros míos. Carlos me mira y corriendo viene hacia mí. Es sorprendente, los niños necesitan amor, pienso, y recuerdo  lo que años atrás le dije a mi padre, entre sollozos, después de una paliza.
-      ¿Son hermanos?
Le pregunto a Carlos. Una sonrisa chimuela lo acompaña. Se muestra dulce, bueno, alegre. Sí, todo somos hermanos, señor periodista, me responde, hablando alto y claro. Yo soy el mayor. Tengo diez.
-      No me digas señor, dime Franco. Soy tu amigo, tu nuevo amigo ¿te parece?
Hola, Franco, y parece como si se le hubiera venido a la cabeza un chiste buenísimo y comienza a reírse. Sus hermanos dejan de jugar y se acercan. Todos ríen.
-      ¿Por qué hacen esto?
Ya existe algo de confianza. El momento se colma de alegría y risas sin parar. Porque si no lo hacemos, Juana nos pega, ya te dije.
-      ¿Y Juana?
Callan. Me miran directamente a los ojos, uno desvía su mirada a mis manos, a mis pies, otro mira alrededor, contempla el pasar de los autos, contempla mi auto, su mirada parece perdida cuando la dirige al cielo infinito. Es mi mamá pero no nos quiere. Si no llevamos plata nos pega y nosotros nos sentimos mal porque no tiene qué comer. Porque nosotros sí la queremos y queremos que coma. El pequeño llora, otro cierra los ojos.
No sé qué pasó. Los niños ya no muestran sus sonrisas que hace dos minutos me hacían ver el mundo de colores. No sé qué hacer. No sé qué decir. Me dejan con la palabra en la boca cuando me entregan la pelota, tristes, y vuelven a sus cuchillos y pelotitas. Vuelve mañana, me dice Carlos. ¿Qué pasó?, le pregunto. Es difícil explicar. Estamos solos en esto. Vuelva mañana, amigo periodista. Ya no hay gestos. Ya no hay risas. El rojo del semáforo vuelve y los niños empiezan con los malabares.

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