Es diciembre. Días de verano. La mar es un mundo aparte, juega con el sol y el chico solitario que deja sus huellas contestando las interrogantes que lo tienen fuera de si. El sol la acompaña desde las seis o antes. El cielo azul, pleno, alborotado de gaviotas chillando, también dice presente. El puerto, por el cual botas negras pasan a cada segundo, es el anfitrión de una vida en un plano más elevado: lleno de gozo, alegrías y penas.
Miguel, que tiene en Chorrillos veintiséis cortos años, despega los ojos muy temprano, entusiasmado. Como un resorte salta de la cama y llega hasta su escritorio donde tiene lista su ropa de running. El muchacho siente que un jugo de naranja antes de correr siempre es bueno. Sale de su casa, a paso garbo, importándole nada lo que la vieja chismosa de al lado diga de su contextura física que se pasó de gruesa. Gordito, gordito, escucha voces, pero emprende carrera fijándose una meta; y acompañado de un toma-todo negro, da el primer paso por el malecón que lo espera a diario: Pescadores es el inicio y el final, hasta lo que su inmenso cuerpo le permita.
Ya tiene una hora y tanto en el agua. La embarcación se tambalea, pero él siempre está ahí, firme, pegado a su caña que lo acompaña más de cuarenta y cinco años y que fue una herencia de su viejo, el gran Don José. No hay nada, carajo, dice Roberto, que se hizo pescador desde que vio a su padre tirar la caña y a los cinco minutos levantar un Jurel, que lo saboreó con limoncito y sal cuando volvieron al puerto. Pescados de mierda, agrega el viejo, que hasta su barba huele a mar porque el mar, según dice, le ha devuelto un poquito de vida, lo hace importante, lo hace sentirse útil. Son las dos de la tarde y el único cangrejo que ha podido sacar, y que completa su agonía en una batea enorme, salta de felicidad, como si estuviera burlándose del pescador que no ha levantado ni un alga. Roberto se molesta, manda tres mil carajos al cielo lleno de celestes y amarillos y tira la caña con furia, como le enseñó José, pidiéndole al flaco que hoy vuelvan a llevarse algo a la boca. Después de media hora siente un tirón, jala con fuerza y levanta un Jurel, y la red que había dejado caer horas antes se llena de peces que buscan liberarse de cualquier forma. Se persigna, mira al cielo, piensa en su viejo y metiendo los dedos al mar dice: “Danos hoy el pan de cada día, mi señor…”.
Juana y Felipe trabajan todo el día y llegan cansados solamente a dormir. Son esposos desde hace dos años, pero pareciera que el amor se fue y la costumbre tocó a la puerta acompañado de la monotonía, costumbre e infidelidad. Eso es lo que siempre pasa en los matrimonios limeños. Una tarde, como a las 6, llega primero Juana, exhausta, con dolor de cabeza. Se da un baño para relajarse y se echa a la cama para intentar dormir. Felipe, que siempre llega a las diez, esta vez llegó una hora después que Juana. Entró al dormitorio y vio a su mujer dormida. Se dio un duchazo, lo más rápido que pudo y se vistió elegantemente con el traje de su luna de miel. Amor, despierta, ponte bonita, vamos a pasear. Juana abrió un poquito el ojo zurdo, como quien no quiere la cosa y vio a su marido vestido de azul marino, peinado con raya al costado y oliendo el perfume que ella le regaló en su primer año de casados. Estaba extraña, pensaba que todo lo que estaba pasando era extraño. Los relojes marcaban las nueve y Juana ya estaba lista con el vestido blanco con el que entró a la iglesia de Chincha, donde dio el sí. Felipe prendió el auto, vendó los ojos a Juana y emprendió la marcha. ¿A dónde vamos, Felipe?, preguntaba ella. A recordar la felicidad y ver si podemos empezar de nuevo, mi amor, respondía él, mientras apresuraba el paso. Después de veinte minutos el auto paró, Felipe volteó hacia su esposa y le quitó la venda: Juana, ¿quieres casarte conmigo? Esto será zonzo, pero quiero rehacer mi vida contigo; hemos fallado, hay que olvidar todo y empezar de cero. Juana quedó pasmada, no sabía qué decir. Cerró los ojos. Una lágrima nació y rozó su mejilla en el camino a su vestido. La vista era hermosa. La gran mar los contemplaba. Y hubo un momento en que Juana quedó consigo misma. La culpa era de los dos, pensó, y por lo mismo creyó que los problemas nunca se iban a solucionar y terminarían separándolos, nunca pensó que su esposo volviera a los detalles de hace cinco años, cuando la conoció, frente a Barranquito, cierta noche estrellada.
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