jueves, diciembre 22, 2011

EN EL MAR, LA VIDA ES MAS SABROSA




Es diciembre. Días de verano. La mar es un mundo aparte, juega con el sol y el chico solitario que deja sus huellas contestando las interrogantes que lo tienen fuera de si. El sol la acompaña desde las seis o antes. El cielo azul, pleno, alborotado de gaviotas chillando, también dice presente. El puerto, por el cual botas negras pasan a cada segundo, es el anfitrión de una vida en un plano más elevado: lleno de gozo, alegrías y penas.

Miguel, que tiene en Chorrillos veintiséis cortos años, despega los ojos muy temprano, entusiasmado. Como un resorte salta de la cama y llega hasta su escritorio donde tiene lista su ropa de running. El muchacho siente que un jugo de naranja antes de correr siempre es bueno. Sale de su casa, a paso garbo, importándole nada lo que la vieja chismosa de al lado diga de su contextura física que se pasó de gruesa. Gordito, gordito, escucha voces, pero emprende carrera fijándose una meta; y acompañado de un toma-todo negro, da el primer paso por el malecón que lo espera a diario: Pescadores es el inicio y el final, hasta lo que su inmenso cuerpo le permita.

Ya tiene una hora y tanto en el agua. La embarcación se tambalea, pero él        siempre está ahí, firme, pegado a su caña que lo acompaña más de cuarenta y cinco años y que fue una herencia de su viejo, el gran Don José. No hay nada, carajo, dice Roberto, que se hizo pescador desde que vio a su padre tirar la caña y a los cinco minutos levantar un Jurel, que lo saboreó con limoncito y sal cuando volvieron al puerto. Pescados de mierda, agrega el viejo, que hasta su barba huele a mar porque el mar, según dice, le ha devuelto un poquito de vida, lo hace importante, lo hace sentirse útil. Son las dos de la tarde y el único cangrejo que ha podido sacar, y que completa su agonía en una batea enorme, salta de felicidad, como si estuviera burlándose del pescador que no ha levantado ni un alga. Roberto se molesta, manda tres mil carajos al cielo lleno de celestes y amarillos y tira la caña con furia, como le enseñó José, pidiéndole al flaco que hoy vuelvan a llevarse algo a la boca. Después de media hora siente un tirón, jala con fuerza y levanta un Jurel, y la red que había dejado caer horas antes se llena de peces que buscan liberarse de cualquier forma. Se persigna, mira al cielo, piensa en su viejo y metiendo los dedos al mar dice: “Danos hoy el pan de cada día, mi señor…”.

Juana y Felipe trabajan todo el día y llegan cansados solamente a dormir. Son esposos desde hace dos años, pero pareciera que el amor se fue y la costumbre tocó a la puerta acompañado de la monotonía, costumbre e infidelidad. Eso es lo que siempre pasa en los matrimonios limeños. Una tarde, como a las 6, llega primero Juana, exhausta, con dolor de cabeza. Se da un baño para relajarse y se echa a la cama para intentar dormir. Felipe, que siempre llega a las diez, esta vez llegó una hora después que Juana. Entró al dormitorio y vio a su mujer dormida. Se dio un duchazo, lo más rápido que pudo y se vistió elegantemente con el traje de su luna de miel. Amor, despierta, ponte bonita, vamos a pasear. Juana abrió un poquito el ojo zurdo, como quien no quiere la cosa y vio a su marido vestido de azul marino, peinado con raya al costado y oliendo el perfume que ella le regaló en su primer año de casados. Estaba extraña, pensaba que todo lo que estaba pasando era extraño. Los relojes marcaban las nueve y Juana ya estaba lista con el vestido blanco con el que entró a la iglesia de Chincha, donde dio el sí. Felipe prendió el auto, vendó los ojos a Juana y emprendió la marcha. ¿A dónde vamos, Felipe?, preguntaba ella. A recordar la felicidad y ver si podemos empezar de nuevo, mi amor, respondía él, mientras apresuraba el paso. Después de veinte minutos el auto paró, Felipe volteó hacia su esposa y le quitó la venda: Juana, ¿quieres casarte conmigo? Esto será zonzo, pero quiero rehacer mi vida contigo; hemos fallado, hay que olvidar todo y empezar de cero. Juana quedó pasmada, no sabía qué decir. Cerró los ojos. Una lágrima nació y rozó su mejilla en el camino a su vestido. La vista era hermosa. La gran mar los contemplaba. Y hubo un momento en que Juana quedó consigo misma. La culpa era de los dos, pensó, y por lo mismo creyó que los problemas nunca se iban a solucionar y terminarían separándolos, nunca pensó que su esposo volviera a los detalles de hace cinco años, cuando la conoció, frente a Barranquito, cierta noche estrellada.


sábado, diciembre 17, 2011

NO TE SOPORTO


A ti, mierdita linda.

¿Por qué serás así? Esa es la interrogante que me tiene huevón (como tú también me tienes), día y noche; aunque debo aceptar que hoy, ni llegué a pensar en eso, porque la cagaste al llegar que ni tiempo me diste para contemplar tus estupideces y volverme a preguntar como el pan de cada día. Ahora lo confirmo y saco mis propias conclusiones, lógicas y con la purita verdad: eres así porque no te cogen ni te cogerán nunca, nunca te han dado, claro, porque tu carácter de mierda, lamentablemente, es así, cosa que yo no tolero, por eso de esta noche no paso, me largo.

Juego a ser el chiquitín respetuoso cuando llegas. Te saludo con la sonrisa pendeja de siempre. Creo que aún no te das cuenta. ¡Jódete!, digo siempre, pienso siempre, y tú,  claro, jode que te jode, carajo, que por aquí, que por allá. Tú no eres el puto mundo, no vives sola en este mundillo de mierda. Mira a tu alrededor y si un zambo se te para (y se le para) en frente, algún día, por el amor de Dios, que te haga el favor, full hardcore baby, para que dejes de joder tanto o alguito ¿no?

Digo que jodes como mierda, porque comes mierda, y eres mierda. Gracias totales. 

Vamos, no te falto el respeto, y si lo hago, pues menos mal que nunca te enterarás de estos cortos pensamientos, nunca leerás esta crónica maldita dedicada a ti, con mucho amor ja ja, porque como vives sola en tu mundillo de mierda y todo te parece la purita mierda, mi blog, por consecuente, te parece la mayor cagada, y mis palabras, y mis con ajos y cebollas, putamadre, te queda más chico que el pene que algún día te comiste, por eso no te gustó y te inclinaste por las tuyas.

Entonces no eres mi fan o fans, y menos mal que nunca lo serás. Doy gracias por eso. 

Ojalá que tu mierda sea tuya para siempre. Que no se te desprenda y vaya a parar al lado en que yo esté. Y es que tu mierda, ni la de nadie, deseo. No quiero hablar mierda. No quiero ser una mierda. Cómo tú. ¡No te soporto!

miércoles, diciembre 14, 2011

LA ENTREVISTA DE LA VIDA


Es viernes y el director del periódico para el que trabajo me ha encomendado hacerle una entrevista a Beto Ortiz, por este tema de los nuevos Ministros y el rollo de Chehade, que ya me empieza a oler a cortinilla de humo. Es un trabajo duro, lo sé. Esta entrevista debió de hacerse hace dos semanas, pero el polémico periodista aplazó la fecha porque se le presentó un problema en su agenda y nosotros tuvimos que aceptar, quedándonos con nuestro enojo y desazón.
Son las nueve de la noche y estoy en mi carro, camino a Miraflores. Una fuente confiable me ha mandado  un mensaje a mi correo diciéndome que Ortiz ya llegó al Marriott, donde pasa las noches. Es raro que pase sus noches en un hotel, pero es así. En realidad pocas personas saben que Ortiz ‘vive’ en un hotel. Muy pocas personas saben que Ortiz pasa sus noches, solo, unos días y en compañía de sabe quién, otros, en un hotel cinco estrellas con una maravillosa vista al Mar de Grau.
Busco en la guantera el disco de música criolla que años atrás me regaló un amigo de Perú Negro, agrupación de danza nominada al Grammy. Lo encuentro. Lo pongo en el reproductor y la música empieza a entrar en mi alma y veo la pista de otra manera: más amplia, más limpia, menos negra, sin carro alguno que joda con ese claxon chillón que conduce a la locura. De pronto, suena La flor de la canela en la voz de la gran Luchita Reyes y nace en mí una sonrisa de antaño, de esas que no mostraba hace mucho. Subo el volumen y el auto parece La Peña del Carajo con cuatro ruedas en plena avenida Pedro de Osma, en Barranco.
El rojo de un semáforo hace que me detenga. En eso un grupo de niños con ropas viejas empiezan a tomar la pista, un grupo de cuatro, logré percibir. Dos hacían malabares: primero pelotas, de dos y de de tres, luego cuchillos, y para terminar, cuchillos con puntas de fuego. El miedo se apoderó de mí. Conforme pasaban el nivel de dificultad, más boquiabierto me quedaba, botando baba y todo lo que conlleva. Sudaba. Me temblaba todo. Bajé el volumen del reproductor y la criollada quedó en un segundo plano. Esos niños no pasaban los diez años y tenían que trabajar para sobrevivir, eso estaba claro, lo tenía claro. Entonces una interrogante surgió en mi cabeza, que no me dejó tranquilo hasta que llegué a hablar con uno de ellos.
Hola, le dije al pequeño que se me acercó, con miedo y temor al extender el brazo para pedirme dinero. Toma, le di cinco soles. Espérame un rato. Voy a estacionar mi auto más allá y conversaremos ¿Te parece? El niño corrió hacia el grupo. En su mirada notaba inseguridad, desconfianza, y era lo normal, lo que esperaba; yo soy un total desconocido para ellos, pero sólo quiero hablar, que me cuenten por qué hacen esto y si puedo, ayudarlos en algo. Y en este preciso momento me estoy dando cuenta que la entrevista con Beto no se concretaría y el Director del diario me botaría por no colmar sus expectativas.
Estaciono el auto. Me bajo y con una pelota en la mano voy donde está ese grupo de pequeños artistas. El niño que me pidió dinero se cohíbe. Los demás me miran con rabia, sus ojos muestran la ira que llevan dentro.
-      Chicos, soy un periodista. Sólo quiero hacerles unas cuantas preguntas y jugar con ustedes.
Ahora la mirada de los niños se dirige al balón que traigo. Uno, que parece ser el mayor, corre hacia mí y me quita la pelota sin decirme nada. Empiezan a jugar, a correr, se olvidan de los malabares y sólo juegan.
-      Entonces, ¿por qué trabajan?
El mayor, que corre tras la pelota mostrando un dominio para el juego, grita: Porque si no lo hacemos, Juana nos pega. Me quedo pasmado. Lo dijo sin mostrar un gesto de tristeza, dolor, frustración, nada. Ahora ríe, corriendo tras el balón que parece vuelve a patear desde hace mucho tiempo.
-      Y ¿cómo se llaman?
Pregunto con miedo. No quiero interrumpirlos en su alegría. Carlos, grita el mayor. Escucho una risa. Todos empiezan a carcajear. De pronto los otros tres se hacen notar: Miguel… Josué… Pecas…
-      Carlos, ¿te puedo hacer unas preguntas?
Pienso que mi petición es absurda. El chico nunca dejará el juego por venir a hablar con un extraño, pienso. Los niños calan. Sólo se escucha el claxon de los autos y buses que pasan a pocos metros míos. Carlos me mira y corriendo viene hacia mí. Es sorprendente, los niños necesitan amor, pienso, y recuerdo  lo que años atrás le dije a mi padre, entre sollozos, después de una paliza.
-      ¿Son hermanos?
Le pregunto a Carlos. Una sonrisa chimuela lo acompaña. Se muestra dulce, bueno, alegre. Sí, todo somos hermanos, señor periodista, me responde, hablando alto y claro. Yo soy el mayor. Tengo diez.
-      No me digas señor, dime Franco. Soy tu amigo, tu nuevo amigo ¿te parece?
Hola, Franco, y parece como si se le hubiera venido a la cabeza un chiste buenísimo y comienza a reírse. Sus hermanos dejan de jugar y se acercan. Todos ríen.
-      ¿Por qué hacen esto?
Ya existe algo de confianza. El momento se colma de alegría y risas sin parar. Porque si no lo hacemos, Juana nos pega, ya te dije.
-      ¿Y Juana?
Callan. Me miran directamente a los ojos, uno desvía su mirada a mis manos, a mis pies, otro mira alrededor, contempla el pasar de los autos, contempla mi auto, su mirada parece perdida cuando la dirige al cielo infinito. Es mi mamá pero no nos quiere. Si no llevamos plata nos pega y nosotros nos sentimos mal porque no tiene qué comer. Porque nosotros sí la queremos y queremos que coma. El pequeño llora, otro cierra los ojos.
No sé qué pasó. Los niños ya no muestran sus sonrisas que hace dos minutos me hacían ver el mundo de colores. No sé qué hacer. No sé qué decir. Me dejan con la palabra en la boca cuando me entregan la pelota, tristes, y vuelven a sus cuchillos y pelotitas. Vuelve mañana, me dice Carlos. ¿Qué pasó?, le pregunto. Es difícil explicar. Estamos solos en esto. Vuelva mañana, amigo periodista. Ya no hay gestos. Ya no hay risas. El rojo del semáforo vuelve y los niños empiezan con los malabares.