A todos los lanzas.
La noche me había encontrado en Larco,
caminando sin dirección.
caminando sin dirección.
Las mujeres salían de sus oficinas y hacían sonar
sus tacos en la vereda ancha de la avenida. Unas iban a paso raudo, presurosas
por llegar a sus casas a hacer sabe qué; otras, meneaban sus caderas cubiertas
por una falda negra ceñida, con un pucho largo que se consumía más entre los
dedos que entre los labios. Iban solas y acompañadas, riendo y soltando
carajos; la mayoría, con los labios pintados de rojo pendejo, contestaban
llamadas cada cinco minutos.
Las gentes llenaban la larga acera tan concurrida
cuando la luna dice presente y se posa como contemplándonos. Y las mujeres
modelaban y los hombres salían fachosos con el peinado de moda, con tareas de
conquistador. Y yo ahí, como el fotógrafo oficial del momento, sentado en una
banca como mirador, observando el mundo en el que vivo desde una perspectiva
distinta, disfrutando, armando el rompecabezas social, no sintiéndome parte de
este plano tan cojudo.
Y los señores pasaban mirándome diferente, una
mezcla de miedo con… con… pues qué será, sir. Unos llevaban colgado de su
cuello una cámara Canon y hablaban inglés y español bien notorio. Levantaban su
cámara para inmortalizar el día que visitaron el casino dorado en toda la
esquina con Benavides, imponente; y seguían caminando, y parlando.
De pronto, volé porque lo quise.
Y en un momento yo era el que caminaba por aquellas
calles desoladas del barrio donde crecí. En cada paso recordaba las esquinas
que alguna noche fueron mías y aquellas paredes que aceptaron mi espalda cuando
algo malo pasaba en casa. Me senté en un parque y el sentir tranquilo me llevó
cuando tenía cuatro y no sabía nada, y no quería nada, y todo estaba pintado
para lo colorido y la felicidad inocente desde la mañana hasta el beso de
buenas noches; cosa que hoy ya ni los rezagos.
Iba sin rumbo por el rumbo que tuvo mi niñez,
leyendo una novela policial que me han
prestado y no pienso devolver. El humo green que salía de mi boca formaba una
nube negra que me acompañó desde las doce con veinte; y los pasos que daba ni
los sentía, y mi vista fatigada se perdía en las páginas de aquel libro de ley
y orden y aventuras tenebrosas.
Y estuve como zombi en esos caminos que siempre
caminé y por primera vez sentía míos. Jugaba al estúpido, y los ojos me
ayudaban. Zigzagueaba por la pista maltratada; perfecto contexto lunar, porque
me sentí volando y hablando de las mil y una noches que nunca he vivido jamás.
Maltraté mi vestuario elegante al tirarme boca
arriba en plena pista para contar las estrellas y tocarlas para regalárselas a
una chica bonita que he conocido. Un puente fantástico nacía desde donde yo
estaba y subía lentamente hasta la parte más próxima a la luna, se dejaba ver
cerca pero no tocar, te escuchaba y si se sentía a gusto te respondía
susurrándote al oído. Nunca me interesó nada más. Nadie me interesó más. La
noche estaba plena y la doña reinaba desde el trono más alto, tan cerca al
infinito.
Abrí los ojos.
Seguía con el trastorno, y la fantasía tomó un
lugar privilegiado. Comencé a hablar solo y sentía que todos me escuchaban y
respondían, y al terminar la ponencia un mar de aplausos y reverencias cayeron
desde el cielo raso y se dejaron estar, y me dejé estar.
Si recuerdo como llegué a mi casa es porque seguro
toqué el timbre a altas horas de la madrugada y me bañaron con agua fría, y me
cayeron un par de bofetadas que me despertaron en one a las cuatro con quince; y aquí estoy...
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