Salgo de mi casa a regañadientes, sulfuroso, peleando
con mi padre, a cosa seria, cumpliendo con la guerrilla que diariamente
practicamos, siempre por ningún motivo. Entonces cierro la puerta y camino
raudo. El frío hace que me cierre la casaca y me enrolle la chalina en el
cuello en segundos. El frío se pone cagón. Meto las manos en la casaca y me
siento abrigado. Ya no tiemblo. Ya no juego con mis flacuchentos dedos, están
tranquilos, reposando, haciendo Horacio dentro de la frazada que llevo puesta
como casaca con polar, y hago puños, dos puños dispuestos a noquear al frío que
congela en cada débil paso.
“Tengo miedo, torero”, pienso, mientras espero la crazy coaster en el solitario paradero, al frente de mi casa. Sólo yo,
con mi librito de Betito Ortiz en la mano, espero sentado a que llegue el carro
de rayas celestes y blancas todo Larco, Arequipa, paga con sencillo, pe’ causita.
Y silbidos van, silbidos vienen y “tengo miedo, torero”, decreto. Una luquita,
man, me encara un vago que huele a todo junto. Si no me largo, me quitan todo
menos el librito, pienso, y veo la coaster
18 aproximarse, completamente sopa, botando humo negro como no tienen idea.
Subo y me arrecochino, saco el libro y me olvido de todos.
(Voy pegado a la ventana, bueno, mejor dicho, voy
sentado en la fila que da a las ventanas, porque pegado no estaba, aunque bien
pegado estaba el frío, y se notaba cuando apoyaba mi cachete para ver qué sé yo,
seguro, una morenita de culito bien rico y paradito).
El carro detiene la marcha en un paradero
barranquino que fue testigo de una tremenda borrachera semanas atrás. Y en el
mismo banco en el que yo quedé como muerto y estiré la pata ante la mirada
pendeja de alguno que otro amiguito delicado, ahí, en esa misma banca, tres
muchachitos estaban en lo suyo, sin una botella de ron o de pisco: uno de ellos
tenía una guitarra como flaca, sentada en su falda, acariciándola delicadamente,
cual cristal valioso, el otro, hacía reposar el charango en su pecho inflado,
orgulloso, siempre con la sonrisa Colgate ante los malos momentos; el tercero
cantaba, y cómo cantaba, tenía una melodiosa voz que atrapaba a cual transeúnte
pasaba por ahí, y se quedaban escuchando y los aplaudían y les dejaban algún
sencillo siendo recompensados por la sonrisa chimuela del que tenía como
instrumento esa voz que no tuvo maestros de escuela sólo el caminar en una
ciudad estresada y practicar frente al mar horas de horas.
Todo fue en un instante, en un lapso de dos
minutos, si no me equivoco. Quería que el trío subiera a la coaster para que pusiera un poco de
ritmo a mi viaje, pero cuando el auto aceleró y sólo pude seguirlos con la
vista, volví a abrir el libro de Ortiz y meterme en la lectura que bien rica
iba, que bien pendeja se me estaba armando.
(Sube sube, baja baja, pie derecho, pague con
sencillo… En barranco no sé porqué todo será tan sombrío, no hay muchas luces,
y la gente camina a paso lento por sus calles, fumando un pucho o esos
especiales ja ja, pero lento, como si las huevas, todo es tranquilo, la gente
conoce, y no dice nada).
La coaster
sigue la ruta, para poco, acelera y frena con brusquedad, y los pasajeros se
quejan con el chofer de guata fofa que por el espejo retrovisor hace gestos de
calma, pidiendo tranquilidad a las señoras de edad, y no habla porque tiene un
palito en el diente, como esos viejos antiguos que se creían matones y bla bla
bla… yo sigo con mi librito de Betito que está que me saca más de una carcajada
y en ciertos momentos un puchero triste. Me divierto porque es Betito, si fuera
otro, ya me hubiera puesto los headphones
y la puta madre, seguro estuviera en calle
pero elegante…
La coaster
para la marcha de nuevo, es un paradero del límite de Barranco y Miraflores. No
hay nadie. Por qué paró, pienso. El cobrador abre la puerta y espera, pisa
pisa, todo Larco, Arequipa… Cuando a paso cansado un hombre alto, de tes blanca
y cabellera larga, sube al carro. Lo quedo mirando, no estoy atónito, lo sigo
mirando y veo que su blue jean está rasgado
por las rodillas, pero se le bien, o muy mal, quizás, descuidado. Lleva una
guitarra de palo con un sticker de la
Virgen de la Nube pegado en la caja armónica que ya se nota vieja. Es argentino,
no pasa los cuarenta y se supone que es músico; pide atención y yo se la di
desde que se acomodó en el espaldar de un asiento dejando caer un billete de un
dólar y recogerlo al segundo. Y comienza a hablar cuando ya todo lo tenía bajo
control, comienza a hablar y el che presenta su canción y dice que ha venido de
visita a Lima pero que ahora no tiene con qué regresarse, entonces canta porque
es músico y con eso se gana la pobre vida errante. Y canta y yo leo. Y canta y
por momentos levanto la mirada y me quedo en su barba y en la guitarra que
suena bien, típico rock argentino ochentero que bien lo saben hacer solamente
los gauchos de nacimiento y no los que van por tres meses y ya están con el che
y el vos y toda la vaina entera.
(Sube sube, pie derecho, al fondo hay sitio, pe’
causa… y esto se me hizo largo y es la primera vez que escribo una crónica tan
extensa, pero por algo será, pe’ varoncito).
Lo miro de rato en rato. Leo las últimas páginas
del libro mientras me paro para bajar en Larco con Benavides. El argentino
sigue con el rock no comercial (lo especificó en la presentación) y justo
cuando ha entrado al coro que no recuerdo, el carro se detiene y baja baja,
despacio, tranquilos. ¿Y el trío ese de la banca barranquina, y el charango y
la guitarra? Justo cuando bajo escucho el punteo de una canción de rock que
bien me la sabía yo también, alzo la mirada y me doy con los tres muchachos que
vi en Barranco, me sorprendo, escucho sus temas mientras la gente los rodea, le
dejo un sencillo al de la voz maestra y continúo la marcha. Es tiempo de
volver, pienso, y sin musiquita de fondo, pienso y me río solo, en medio de la
pista, como un completo imbécil.
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