A Chorrillos, que me acogió.
Las
gentes revolotean por todo el Malecón. Juegan a corretearse entre un mar de
cuerpos guascas caídos la noche anterior. Juegan a ser pendejos en tremenda
avenida chorrillana que luce abarrotada por las celebraciones del día de San Pedro
y San Pablo, patronos de los hombres de botas, redes y mar. Patronos de las
almas chorrillanas que empiezan el jolgorio destapando una cerveza, un ron y
porqué no, un agua ras.
El
cielo limeño es gris y cochino, pero eso a la gente no le interesa. Son presas
de la fiesta y el sentir popular. Y hablan gritando, y caminan corriendo. Son
solos en tremendo mar de chorrillanos tambaleantes por el día que lo sienten
como cumpleaños, y chupan como nunca, un vasito por aquí y por allá, chupa, muchacho que so-mos-cho-rri-llos-ca-ra-jo.
Entonces la Cristal empieza en tres por diez y no para hasta que llega la
cumbia y cuando va entrando la noche los feligreses se ponen bien happy y baila que te baila con Marisol.
Soy
chorrillano desde hace diez meses. Y jubiloso me abrigo y salgo en busca del
placer populorum que invade al distrito a estas horas de la tarde. Con chalina
y guantes salgo de mi departamento y camino lento, con miedo, hasta la puerta
del Acapulco que luce bien pintado, como para la ocasión. Una larga fila de
autos se acomodan encima de la berma. Se plantan. Se chantan. Los dueños no
encuentran mejor lugar donde dejarlos que la entrada y salida de los carros de
los habitantes del edificio donde intento vivir. No hay otro lugar, causita, no te achores tampoco, me dice un feo y
mofletudo tipo al salir de su camioneta. Carga a su hijo y se va sin ton ni son al
malecón que está a una cuadra. No hay mejor lugar que el malecón. Sigo
caminando, riéndome. Al fin de cuentas, no me jode que dejen su auto impidiendo
el paso de los del edificio, no tengo auto ni tendré uno, y mucho menos lo
guardaré en una de las viejas cocheras del Acapulco.
Chompas
de colores, todo baratito, caserito. No puedo caminar. Me estanco. El griterío
no cesa, nunca cesará, estamos celebrando, estamos de fiesta, estamos de tono, pe’, causita. Es que acá todos vienen
como mejor pueden, no es la mejor facha, no es el mejor peinado, no son las
mejores tabas. Alzo la mirada. Todo se me hace confuso. No distingo. Globos
multicolores que son sujetados por pitas delgadas de nylon a una luquita. No
pestañeo. Tengo miedo. Meto mis manos a los bolsillos del pantalón y trato de
hacerme paso entre una señora gorda que va como en procesión con canastas de
maní tostado. Quiero comprar. No sé qué comprar. Voy sin rumbo. Primera parada:
Esquina de Huaylas con Alfonso Ugarte, Banco de la Nación. Estoy con los ojos
bien abiertos y las manos bien nerviosas dentro de los bolsillos del jean, apretando mi celular y las míseras
monedas que me acompañan para algún imprevisto. Juego con mi lengua. Tengo
frío, pienso. Tengo hambre, pienso. Y otra señora flaquísima con peinado de
cola y voz ronca empieza a llamar a la gente, a decirle que el choclo con queso
ya está listo y que se acerquen que se acaba.
No ha pasado ni un minuto y un grupo
de treinta hambrientos están encima de la tía que no se abastece y se altera y
muchos empiezan a cagarse de la risa. Dejo la esquina y empiezo a caminar al
paradero. Trato de encontrarlo. Los policías refunfuñan y ya pues, jefecito, estamos de tono, no seas malito. Escucho las
súplicas. Escucho el sencillo que cae. Escucho la coima, que a plena tarde cagona,
vuelve a ser participante de una falta vehicular. Un chibolo ebrio que se sube
a la moto con tres rucas a bordo y se va, ante la mirada feliz del de uniforme
que le hace adiós con la mano, sujetando fuertemente el sencillo para las
chelas respectivas. Carajo, estamos de tono, y todo es permitido, jefecito.
Chorrillos
baila y su gente celebra. Chupa, ríe y grita. Son las ocho y el Malecón se
ilumina. San Pedrito y San Pablito embarcan en un botecito de madera, con dos
pescadores y alguien más. Entran al mar como monumentos, con toda la gente jaraneándose
de lo lindo con el concierto cumbiambero y criollazo que el alcalde ha puesto
para los chorrillanos de corazón. Y el castillo multicolor empieza a quemarse y
nos deja sordos pero contentos, aturdidos pero en jarana. Contemplo el paseo
marino que les hacen a los patronos de Chorrillos, mientras estoy baila que te
baila con un par de morenas recontra tumbao que vienen todos los años al
Malecón.
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