serrano,
siento aproximarse...
Suena la mantaíta (o
mantarita) al recorrer la avenida. Se le escucha lejos. Se le escucha cerca. Se
escuchan silbidos que, de pronto, quieren imitarla, pero mueren en el intento, se saben menos que ella.
La mantaíta alegra los corazones de quienes caminan sin rumbo fijo en tremenda
avenida. La mantaíta me alegra, porque su melodía aguda, que Jaime a puro
pulmón sabe producir, me lleva a parajes que nunca he visitado, pero que sería
bueno llegar algún día para conocer lo que todo peruano (que se sabe llamar
bien peruano) deber conocer.
Entonces la mantaíta
llega a mis orejas y me pongo feeling.
Aún se le escucha lejos, y es porque, seguro, Jaime ha parado su marcha en
alguna esquina o ya pasó la avenida y yo ni cuenta. Estoy en mi habitación,
leyendo. Me paro y camino raudo hacia la ventana de la sala: el patio principal
del Acapulco luce solitario, es domingo, todo es tranquilo, no hay sobresaltos.
La mantaíta ya no suena, me pongo nervioso. Stand
by. Todo para y el minutero me hace volver; la bulla de la concurrida
avenida va in crescendo, todo surge de
nuevo, lentamente.
Jaime hace su entrada
triunfal al Acapulco con la mantaíta entre los labios: no suena, pero en firmes
espero el momento que brote la melodía que vaya uno a saber quién la creó, para
encontrarme conmigo mismo, y volar, y soñar, y escribir alguna crónica
constumbrista en plena caótica urbe. Y juego con mis dedos larguiruchos que
sudan. Y mis pies no están quietos: piso fuerte cada segundo, estoy al compás
del minutero que ya ni se le escucha. El viento sopla, y al chocar con las
plantas hace un sonido sombrío, tenebroso, que no se sabe socializar con la
mantaíta que de poco en poco se aproxima a mi departamento y a la ventana
enorme donde, tras ella, siento en firmes la fría tarde chorrillana.
Respiro. Se escucha
cuando inhalo y exhalo lentamente. Estoy nervioso, tiemblo. Mis ojos se
convierten en dos grandes círculos pardos que brillan y se humedecen de cuando
en cuando al son de la mantaíta. Veo la gran rueda en primer primerísimo plano,
y Jaime caminando a camisa y pantalón de vestir conduciéndola; entre sus labios,
ella, no suena, pero la contemplo y sueño con los parajes que debo visitar este
año. De pronto, el gran Jaime para la marcha, se detiene todo, y lleva sus dos
manos a la boca para sostener el instrumento; conozco la canción, él mismo me
dijo como se llamaba… sonrío, me mira de reojo y también sonríe, sabe que me
gusta esa canción.
La canción ha terminado
y las gentes salen con sus cuchillos en mano, y comienzan a gritar: ¡Ayacuchano! ¡Paisa!… de todas partes,
jóvenes y viejos. Yo sigo en firmes, mostrando respeto hacia el personaje que
un día a la semana entra al Acapulco para cautivarme. No salgo. La mantaíta
descansa en el bolsillo de la camisa de Jaime, mientras con el pie derecho
patea y patea para que la rueda no pare de girar y sacar filo a los viejos
cuchillos con mangos de colores. La mantaíta reposa, sabe que cuando vuelva a
la avenida, volverá a será usada, tocada y venerada, y admirada por las gentes
que la conocen. Jaime es un capazo, pienso, mientras el ruido del cuchillo de
turno en la rueda se confunde con el viento que empieza a soplar fortísimo.