Extraño, pero mío,
mi mundo es complicado,
difícil de explorarlo,
difícil de vivir…
pero es mío,
es el mundo mío.
Luis Enrique.
A papá,
por su cumpleaños.
por su cumpleaños.
Cierra la puerta de su habitación con
fuerza, provocando un ruido seco. Se pelea con todos y con nadie, y consigo
mismo. Habla de todo, discute. Se encierra en cuatro paredes que del club de
sus amores llevan todo. Abre la ventana y corre las cortinas a cada lado. Le da
la espalda a la cama y se echa como cansado, mirando un punto fijo en el techo.
Luce reposado, sosegado; luego de unos minutos despierta de un solo brinco,
intranquilo, quejándose de todo, por todo lo que hay y lo que hace falta. Cinco
muchachitos lo tienen con el ají en la punta de la lengua. Cinco muchachitos
que corretean como chivatas locas,
todos los días, religiosamente, de tres a seis, en el patio del Acapulco. El gordito que grita como camionero, el de
cara delgada que pisa como elefante, los otros que ríen hasta por gusto, y
siempre uno termina llorando, tirado en el piso mientras los demás lo rodean, y
pasan unos minutos y renace el jodido correteo. Es un espectáculo. Él los
contempla tras la ventana. Los odia. Cierra a regañadientes las cortinas. Los
sonidos que producen los chillones lo mantienen alerta. El sueño se le va.
Insulta indirectamente. Los muchachos se sienten en peligro y voltean; lo ven
como un cachaco o como un monstro o como un zombi o todo junto, prendido del
marco de la ventana. Los atemoriza. Los muchachos lucen ojos saltones y
respiran fuerte, sudan. Lo sienten malo, su principal enemigo. Corren al otro
patio, el ruido sigue. Y él seguía ahí, luciendo una sonrisa pendeja. Trata de
descansar. Pasan unos minutos cuando las pisadas se sienten que vuelven, y las
carcajadas van subiendo el volumen cada tanto. No había pasado mucho tiempo
desde que se echó. Lanza una lisura sin abrir los ojos, se pone en firmes muy
rápido y abre las ventanas sin delicadeza. Los muchachos embalan como ratas
encontradas, se meten en sus huecos. El reloj marca las cuatro con diez. Cierra
la ventana, y suspira, aliviado. La misma sonrisa pendeja. Corre las cortinas. Se echa nuevamente, y no
cierra los ojos hasta después de unos minutos. Juega con sus pies, los soba en
sus piernas de lobo. Se mueve, cambia de lado, se arregla el short y bosteza;
enlaza sus manos y las posa en la almohada de pelos que en su pecho ha nacido. Las
horas pasan. Los muchachos, que les gusta el peligro, vuelven sin temor. Ya no
sienten miedo. Juegan mirando de reojo la ventana cerrada. Uno que otro espía,
trata de ver adentro pero no logran su cometido. No hacen tanta bulla, el
griterío cesa, y se escuchan despedidas y risas que se pierden en las escaleras
del edificio. Y cuando la luna empieza a ponerse alta y majestuosa, cuando ya
todo es tranquilidad y el juego infantil ha culminado, mi padre se levanta de
la cama para prender las luces de la cocina, darle de comer al perro, al gato,
y servirse el mismo vaso con agua de todos los días. Arrastra sus pantuflas por
toda la casa. No pronuncia palabra alguna. Apaga la velita que alumbra el
retrato de su madre que bien lo observa y cuida donde esté, y entra a su
habitación que luce sombría. Juega con las cortinas. Extraña a las chivatas locas. Se echa en la cama, y
juega con sus pies. Enlaza sus manos y el sueño lo envuelve; cae rendido a las
nueve con veinte en todo lo largo de la vieja cama que lo sabe engreír y que coprotagoniza
el mundo suyo… extraño, pero suyo.
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