lunes, mayo 28, 2012

LA MANTAÍTA (o dulce melodía)

Y un sonido,
serrano,
siento aproximarse...

Suena la mantaíta (o mantarita) al recorrer la avenida. Se le escucha lejos. Se le escucha cerca. Se escuchan silbidos que, de pronto, quieren imitarla, pero  mueren en el intento, se saben menos que ella. La mantaíta alegra los corazones de quienes caminan sin rumbo fijo en tremenda avenida. La mantaíta me alegra, porque su melodía aguda, que Jaime a puro pulmón sabe producir, me lleva a parajes que nunca he visitado, pero que sería bueno llegar algún día para conocer lo que todo peruano (que se sabe llamar bien peruano) deber conocer.

Entonces la mantaíta llega a mis orejas y me pongo feeling. Aún se le escucha lejos, y es porque, seguro, Jaime ha parado su marcha en alguna esquina o ya pasó la avenida y yo ni cuenta. Estoy en mi habitación, leyendo. Me paro y camino raudo hacia la ventana de la sala: el patio principal del Acapulco luce solitario, es domingo, todo es tranquilo, no hay sobresaltos. La mantaíta ya no suena, me pongo nervioso. Stand by. Todo para y el minutero me hace volver; la bulla de la concurrida avenida va in crescendo, todo surge de nuevo, lentamente.

Jaime hace su entrada triunfal al Acapulco con la mantaíta entre los labios: no suena, pero en firmes espero el momento que brote la melodía que vaya uno a saber quién la creó, para encontrarme conmigo mismo, y volar, y soñar, y escribir alguna crónica constumbrista en plena caótica urbe. Y juego con mis dedos larguiruchos que sudan. Y mis pies no están quietos: piso fuerte cada segundo, estoy al compás del minutero que ya ni se le escucha. El viento sopla, y al chocar con las plantas hace un sonido sombrío, tenebroso, que no se sabe socializar con la mantaíta que de poco en poco se aproxima a mi departamento y a la ventana enorme donde, tras ella, siento en firmes la fría tarde chorrillana.

Respiro. Se escucha cuando inhalo y exhalo lentamente. Estoy nervioso, tiemblo. Mis ojos se convierten en dos grandes círculos pardos que brillan y se humedecen de cuando en cuando al son de la mantaíta. Veo la gran rueda en primer primerísimo plano, y Jaime caminando a camisa y pantalón de vestir conduciéndola; entre sus labios, ella, no suena, pero la contemplo y sueño con los parajes que debo visitar este año. De pronto, el gran Jaime para la marcha, se detiene todo, y lleva sus dos manos a la boca para sostener el instrumento; conozco la canción, él mismo me dijo como se llamaba… sonrío, me mira de reojo y también sonríe, sabe que me gusta esa canción.

La canción ha terminado y las gentes salen con sus cuchillos en mano, y comienzan a gritar: ¡Ayacuchano! ¡Paisa!… de todas partes, jóvenes y viejos. Yo sigo en firmes, mostrando respeto hacia el personaje que un día a la semana entra al Acapulco para cautivarme. No salgo. La mantaíta descansa en el bolsillo de la camisa de Jaime, mientras con el pie derecho patea y patea para que la rueda no pare de girar y sacar filo a los viejos cuchillos con mangos de colores. La mantaíta reposa, sabe que cuando vuelva a la avenida, volverá a será usada, tocada y venerada, y admirada por las gentes que la conocen. Jaime es un capazo, pienso, mientras el ruido del cuchillo de turno en la rueda se confunde con el viento que empieza a soplar fortísimo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ya leì La Mantaìta, està buena Fabrizzio, lo que te recomiendo es que cuando uses frases extranjeras las pongas en cursiva asì, a parte de estètico, es entendible.

Fabrizzio Velaochaga dijo...

Gracias por el aporte, a quien sea.