Eres, lo que más quiero
en este mundo,
eso eres.
Mi pensamiento
más profundo,
también eres…
Café Tacuba
Te esperaba en el paradero, con los brazos
cruzados, cagándome de frío. Encapuchado como chibolo punk, enclaustrado con la
música a través de los audífonos más baratos que encontré. Sentía las
cosquillas del viento en mi cuello. Pellizcos. La gente en el paradero
bostezaba en plena tarde. Fatigados, se sentaban en la banca para esperar el
bus de ruta. Yo esperaba parado, con la vista directa, tu llegada triunfal.
Mis manos jugueteaban. Se entrelazaban atrás
apoyándose en el culo, se tranquilizaban a los lados, en mis piernas
tembleques, como en firmes. Cruzaba los brazos una y otra vez, y muchas veces. No
estaban tranquilos. Mi corazón palpitaba rápido, sentía el frío, la tarde gris y
aburrida, el cansancio juvenil por la atolondradera diaria, el estrés que no es
estrés. Sentía el fuego en mi estómago por no llevarle bocado. Jugaba a darle
pataditas a la nada, taco y punta, empeine y talón. El viento me inflaba los
pulmones cuando inhalaba, desesperado, esperando el beso y hola, ¿cómo te fue?
Las combis pasaban raudas. El cobrador nunca sacó
la cabeza por la ventana para llamar a la gente porque el policía estaba al
acecho, aguardando la mínima falta para picar un sencillo. Una coaster blanca con rayas celestes paró.
Tú no bajarías de aquel carro porque no era el de tu ruta. Pero igual te
esperaba. Esperaba que tus zapatillas negras se asienten en la vereda, bajando
la escalerita del bus. No. Esperaba tu llamado de emergencia ante el asombro que
te causa el mar de gente que siempre hay en Chorrillos. No. Esperaba tu carita
de ángel que me diga ya llegué, mi vida.
Me senté en la banca del paradero. Juan Luis
Guerra me hacía mover los pies, de aquí para allá, nervioso, tratando de darle
pelea al frío invernal que nos ha tocado. Mis manos descansaban, entrelazadas,
en el bolsillo de mi polera de lana. Abrigado. Igual el frío carcomía mis
huesos débiles, flacuchentos, que agonizaban a punto de quebrarse. Palo seco. Intentaba
darle pelea, moviendo mis pies, taco y punta, juntando mis manos, fuertemente,
buscando que el frío no cale mis huesos, ni asome a ver qué pasa por aquí.
Seguía esperando tu llegada, encapuchado como pirañita-cazador
de carteras. Eres, lo que más quiero en
este mundo, eso eres. Mi pensamiento más profundo, también eres… Escuchaba
en mis audífonos. La canción que me dedicaste. Esperando tu presencia absoluta,
tu caminar modelado, tu rostro fino, tus ojos pardos, claros, vidrios de tu
alma inocente. El que por ti daría la
vida, ese soy.
El frío se hacía más frío. Calaba, muy lentamente,
entre mis ropones de invierno que no abrigaban en plena bienvenida de estación.
No servían. La capucha evitaba que me mojara el pelo con la garúa que había
empezado. Una garúa miedosa, conservadora, tratando de dejar lo mejor para
después. Un rocío pausado, débil, que mojaba las calles chorrillanas. El cielo
se había puesto gris y aburrido. No llegabas, ni dabas aviso que ya estabas
cerca para empezar con el recibimiento a bombos y platillos. La espera se hacía
cansada, y la esperanza se desilusionaba con el pasar del tiempo. Y así, nunca
llegaste y aquí sigo esperándote.
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